Mi madre

Los timbrazos insistentes de los camilleros de la ambulancia me rescataron del naufragio en el que me encontraba.

        Mi madre llevaba casi veinte minutos con un respirar angustiado en el que le faltaba el aire durante mucho tiempo hasta que una nueva bocanada venía a rellenar los pulmones; yo la veía abrir los ojos desmesuradamente, como si cada una de la veces fuera la última y quisiera atrapar todo lo posible en el recuerdo para llevárselo.

        Había llamado al hospital asustado, atropellándome en los datos que me pedían, urgiéndoles para que atravesaran la ciudad en alas de ángel, para que vinieran muy pronto y se enzarzaran en una guerra con la muerte, que había llegado antes que ellos y les llevaba ventaja en la experiencia y en la avaricia.

        Pero mientras llegaban no se me ocurría otra cosa que agarrar su mano con fuerza, tirando de ella desde la orilla de la vida con el propósito inquebrantable de no soltarla por nada del mundo, porque no sabía hacer otra cosa más que apretar. Apretar mientras la mente se me escapaba a recorrer el pasado que fue de los dos: el que se inició el día que rompió el dique de las aguas amnióticas y me dejó en la libertad de la vida.

        Ahora parecía como si el pasado ya no quisiera seguir nutriéndose de nosotros, parecía empeñarse en terminar con la relación a la mayor brevedad posible y del modo menos amable, pero yo no era capaz de pensar, sino que era el pensamiento el que me gobernaba, quien dictaba cuál era su ocupación de prioridad, que no era otra que volver a pasear por todos los años por los que ya había transitado, y rememorarlos atropelladamente, sobreponiéndolos o mezclándolos en un desorden caótico.

Más parecía que era yo quien se iba a morir: me encontraba en eso que dicen de que cuando uno se está yendo le pasa la vida entera por delante.

        Les abrí la puerta, me soltaron varias preguntas seguidas y a todas contesté del mismo modo: señalando con un dedo tembloroso hacia la habitación donde se hallaba.

        Ellos supieron qué hacer.

        Yo me quedé apoyado en el marco de la puerta, a merced de mi desconcierto, y más atento al dolor de mi temible desamparo que a ayudar.

        Dijeron que tenían que llevársela urgentemente.

        Mi madre no era consciente de que emprendía el preámbulo del viaje definitivo. Ella no lo sabía, pero yo sí.

        Estaba seguro de ello.

Sabía que no volvería siquiera a recoger los recuerdos desperdigados por la casa, los pasos que arrastró por el pasillo, la foto ajada de su madre, el chal que siempre dijo que se llevaría puesto el mal día, como ella decía, por si allí hacía frío.

Sabía que se llevaba con ella el calor de la casa, el color de las plantas y de los cuadros, el perfume prodigioso de gardenias que siempre la acompañó, y se llevaba, como un halo, las risas que siempre anduvieron por el aire, los ecos de sus palabras de amor, la vida que ocupaba hasta el último rincón; se llevaba su presencia…

        La mentiras piadosas más amables que me dijeran cada uno de los médicos que la atenderían serían increíbles para mí, y lejos de consolarme no harían sino certificar mi sospecha de que el principio del fin de su mundo ya estaba en marcha.

        Así que mientras esperaba que me avisaran, ya me habían advertido que tuviera paciencia, me retomó para su distracción el pensamiento y volvió a llevarme de la mano hasta el sexto de mis cumpleaños, que fue el primero que me dejó señal, donde me reencontré con Cita, Lucita, Luz, aquella niña que había sido Miss Infantil en el pueblo de la costa donde veraneaba con sus padres, y había hecho de ángel en la representación escolar del nacimiento de Jesús, aunque las monjas dijeron que no volverían a ponerla porque sin duda su belleza habría causado envidia entre los auténticos ángeles, y no era una exageración: los caracolillos rubios, desorganizados en un caos impecable, brillaban de un modo casi cegador bajo la luz del foco que imitaba al cometa guía; los ojos eran faros encendidos en una noche de extravío; la boca, cuando se abría, dejaba a la vista una dentadura perfecta de dientes de estatua griega, y el aroma de su aliento era un concentrado de flores, de miel, de agua dulce de colonia, o de besos incubándose; por eso recuerdo aquel cumpleaños y no porque me saciaran de agasajos y de tantos regalos que aún tardé varios días en abrirlos todos, porque así de generosa fue mi madre conmigo durante toda su vida: además de darme tanto amor que no llegaré a gastarlo todo, me daba cuanto capricho pasaba por mi mente infantil y despótica, y antes prefería quedarse sin comer que sin cumplir uno solo de mis deseos, y yo, malcriado, consentido, rey tirano, abusaba de ella sin ser consciente del mal que le hacía y me hacía, así que a mi edad de cincuenta y tres años lloro con este recuerdo, lloro unas lágrimas que me duelen dentro, desde antes de nacer, lloro amargamente y no está su mano mullida y temblorosa para pasearse por entre mi pelo escaso, por mis mejillas desconsoladas, por mi espalda pesada, que ella se debate entre seguir conmigo, que sería su deseo, y no seguir, que es la elección indiscutible de la muerte, por eso me arrastran de nuevo al mundo de lo que pasó, porque yo no puedo hacer otra cosa que atender a lo que sucede en mi interior, no puedo atender a mi dolorosa realidad, debo acudir a mis once años y volver a caerme desde el mismo árbol al que tantas veces subí con mis amigos para ser Tarzán, unos días, y Robinsón Crusoe otros, o un ladrón de nidos, o un refugiado japonés de la primera guerra mundial armado con mi palo de escoba de repetición cargada con miles de balas y bombas antitanques y unos misiles con alcance ilimitado, y volver hasta mi casa, después de una caída, arrastrando la pierna no tan dolorida, rodeado del coro de mis amigos que me jaleaban cantándome nenaza quejica que lloras y no te pica, mientras lloraba unas lágrimas tenues, inofensivas, para así llegar hasta mi madre ya ensopado, los surcos brillantes, los ojos enrojecidos por el esfuerzo, lastimoso, merecedor de abrazos y arrumacos para bebé, y tener derecho al regazo inimitable de los mismos pechos que me alimentaron, y dejarme ir al sueño, volver al vientre en el que no pasaba nada, aquella oscuridad que me amparaba, aquella calidez, eso es lo que quería: ser niño siempre, aferrarme a una edad inamovible en la que jugaba siempre bajo la atenta y amorosa mirada de esa madre que ahora estaba conectada a una máquina que respiraba por ella, la que me preparó el petate cuando me fui a cumplir el servicio militar y me dijo que volvería hecho un hombre, ¿llorarás mi ausencia?, le pregunté en broma, como la más fiel enamorada, me contestó en broma, pero los dos lloramos de verdad.

Mi vida ha sido un muestrario de lágrimas y yo un experto en buscar los motivos que las hicieran salir de su reserva natural, que las hicieran escapar sin ruido como se fugan los presos de las cárceles, mientras otras veces salían al reclamo de mis gritos de plañidera producto de algún desconsuelo de amor, y otras veces eran ácido que quemaban las mejillas y era más doloroso llorar que el motivo que me hacía llorar, y otras eran ríos bravos, indomables, imparables, ríos con cascadas de saltos infinitos que se estrellaban contra el suelo, pero esas lágrimas por mi madre, por empezar a sentir la sensación de su abandono, eran distintas, más dolientes, más mías, con más motivo, y eso que aún no me habían dado noticias; no sabía si iba a tener razón mi premonición y mi madre no saldría de allí entera y riéndose, o si todo se iba a quedar en un susto, y así se cumpliría mi deseo, pero antes de seguir insistiendo en la primera probabilidad otra vez fui presa de la distracción, que en su afán de evitarme el enfrentamiento con la realidad me empezó a contar en imágenes que parecían de la imaginación la única vez que vi a mi abuelo, aquel inquieto perseguidor de quimeras que nunca fue capaz de asentarse, un Peter Pan que no quiso crecer, con el que me entendí muy bien porque ambos compartimos la misma edad de poder hacer tonterías a cambio de nada, huyendo de las explicaciones, pero duró sólo un día, que ya nunca sabré si fue verdad o fue un sueño en tres dimensiones, porque él corría al mismo ritmo que mis piernecitas infatigables, y se podía meter en mis propios escondrijos secretos, y sabía antes de que yo hablara lo que iba a decir adelantándose a mis pensamientos, y conocía los resortes exactos de mis cosquillas tiernas; nunca sabré si cuando me cogió en sus brazos y me llevó a saltar en las nubes de algodón, a recorrer de puntillas el sol y a jugar al escondite en la luna fue verdad o fue el sueño de mi deseo, ni sabré en esta vida si me dijo que me quería más que a nada en el mundo con una boca de verdad llena de palabras de verdad o fue con la boca imaginaria de mi avidez de su cariño, ni sabré si fue cierta la caricia que aún siento en mi mejilla, o ese aroma peregrino que a veces pasa a mi alrededor dejando una huella inconfundible, como si fuera el rastro de una aparición, ni sabré ya si mi abuela se llamaba Eudivigis, como yo digo, o si es que me saqué el nombre de la chistera de mi fantasía de niño que necesita una abuela en la que poner las esperanzas, a la que pedir caramelos de espaldas a mi madre, que me trajera cien cajas de naranjas el día que yo me levantara con el antojo de las naranjas, o me dejara todas las noches una onza de chocolate reluciente en la mesilla de noche.

Hace estragos la falta de cariño, descubrí una vez, y ahora la situación de mi madre bailando en su cuerda floja me reitera lo dicho, maldita la gracia que me hace, qué mierda esta de no poder retener infinitamente a quien me es tan necesaria para seguir viviendo, qué mierda esta de no querer dejarle ganar otra partida a la muerte y saber de antemano que uno es poco contrincante, qué mierda que los buenos se mueran como los malos, y qué falta de respeto a los que nos quedamos.

Siento tu soledad, madre, asistida como lo estás por unos médicos y enfermeras a los que no conoces, que no me dejan que entre a la habitación para ordenar tu cabello de próxima viajera, para decirte unos consejos de despedida y ponerte la toquilla, darte los besos de los que te has de alimentar hasta que llegues allá donde vayas, se llame Cielo o La casa de Dios, llorar oculto tras las manos para que no te lleves esa imagen de mí, madre, tararearte la música que te gusta, componer para ti una cara sin rencillas, en la que no quede rastro de pena o dolor, que sea la foto que te lleves de mí, hablarte de tu madre, de la casa del pueblo, de las migas con leche para desayunar, el café denso de las cinco de la tarde, la inevitable tortilla francesa para cenar; recordarte a tu hermano Ramiro, el que te llamaba Piojito cuando eras pequeña, a quien quisiste más que a nadie en el mundo, bueno, hasta que llegué yo y le pasaste al segundo puesto, Ramiro estará allí, madre, con los brazos abiertos y un corazón nuevo que latirá desordenado cuando llegues, madre, que ya ni siquiera la esperanza es capaz de consolarme, ya sé que no he de oírte respirar nunca más, nunca más la sonrisa de tus ojos, nada nunca más…

Pienso en ti mientras espero el desenlace.

Los recuerdos tratan de distraerme aflorando cosas que guardaban en los anaqueles de su memoria, pero no consiguen más que llevarme de nuevo a ti, ya que tú eres el centro en el que concurren todos y cada uno de mis pensamientos, tú eres el destino de todas mis plegarias, y la luz que ha de alumbrarme aún cuando ya no estés.

Lo siento, madre, te dejo.

El médico sale de tu habitación cabizbajo y se dirige seriamente hacia mí.

Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Inmaculada Santiago Molina

    Tu relato me ha encantado, me has echo vivirlo como si me hubiera pasado a mi.Enhorabuena.

Deja una respuesta