Dos mujeres, un amor

Cuando llegué al Hospital Provincial le encontré languidecido en la cama. Los médicos me advirtieron que estaba muy mal y no llegaría al amanecer.

– Quiero confesarme, hijo –me pidió.

Así que saqué la estola de mi maletín, repetí el rito previo a las confesiones, pedí a Dios ser Él por un periodo breve para poder escuchar sin juzgar, o juzgar con justicia, e invité a mi padre a que comenzara.

        – Cuéntame.

Mi padre me lo contó con un frágil hilo de voz después de pedirme que le diera trato de confesión a lo que me iba a relatar, y rogarme que actuara como el sacerdote que soy, y no como el hijo, para que pudiera darle mi perdón más fácilmente, o que fuera solamente el hijo, pero entonces que no olvidara que lo que me iba a confiar era su gran secreto, el que nunca quiso compartir, y que si lo compartía conmigo era porque esperaba mi solidaridad y mi clemencia.

        – Padre Antonio… yo he enviudado dos veces. El día seis de enero murió la mujer con la que me casé… tu madre… y el día dos de marzo la mujer a la que he amado.

        Ya sé que como sacerdote no me podrás absolver si aplicas la ley de la Iglesia, pero me gustaría que como hijo me comprendieras y que fueras capaz de perdonarme, de corazón, sin imponerme condena ni penitencia; que fueras capaz de acercarte hasta mi mente, mi vida, las circunstancias que me han tocado vivir, las largas soledades junto a tu madre, las palabras de amor que he tenido que falsificar por el bien de la convivencia, las dolorosas actuaciones de padre enamorado dentro de un falso matrimonio feliz para que crecieras en una familia con apariencia de normalidad… tantas cosas…  me gustaría que comprendieras que me encontraba en manos de una conciencia que me empujaba a cumplir mi compromiso ante la Iglesia, y, al mismo tiempo, escuchando el lamento de mi vida que quería escapar de esa relación, y padeciendo el veneno del secreto que no podía airear; mi corazón reclamando felicidad y mi alma pidiendo reposo… y yo… en el centro de ese torbellino, sin un sitio en el que poder reposar tan pesada carga, sin un confidente con el que aliviarme, sin una fe en la que refugiarme, sin un abrazo que me consolara… y además pagando en vida, por adelantado, el castigo por mi error al creer que estaba enamorado de tu madre cuando la cortejaba, el error de pedirle que se casara conmigo, el error de cometer la insensatez de jurarle amor eterno antes de saber cuánto dura la eternidad, el error de dejar que se apagara aquella poca ilusión del comienzo y aquello que yo creí que era pasión… tantos errores…

Bueno… la vida siguió porque mis asuntos no eran motivo suficiente para que el mundo se parase.

Tú crecías cada día y por eso fui incapaz de romperlo todo y salir huyendo, porque no quería perderte, porque quería seguir estando contigo para responder tus preguntas, para enseñarte a vivir, para explicarte la vida, y también para poder tener mis únicos momentos de felicidad… hasta que apareció, como un ángel, Eloisa.

Ahora ya lo sabes: ella se llamaba Eloisa.

Si en este momento no eres mi hijo y es usted el Padre Antonio, le diré que después de muchas guerras internas tengo la conciencia en paz y que no respeto muchas de las leyes de su Iglesia y que no me asustan sus amenazas de infierno.

Si eres mi hijo, te pido que me abras ese corazón que tanto necesito y me dejes reconfortarme en él… te ruego un abrazo, que me perdones, y que entiendas por qué el día que Eloisa llegó a mi despacho me alborotó.

Toda ella era una sonrisa, una luz toda ella.

Tan bella… bella de corazón, y de movimientos, y de ilusión por vivir, y de una alegría contagiosa que me hizo reír y darme cuenta de cuánto tiempo llevaba sin reír. Sin proponérmelo, y sin que ella se lo propusiera, quedé rendido. Encarnaba y tenía todo lo que un hombre puede desear de una mujer. Por todo eso, cuando al despedirse me dijo que era un hombre encantador, de los que ya no quedan, puntualizó, y que le gustaría seguir conociéndome, me di cuenta que en algún momento no podría evitar enamorarme de ella.

Te puedes imaginar lo que pasó por mi cabeza.

Puedes suponer los conflictos morales, y los religiosos, que por aquel entonces sí me preocupaban, y la tragedia que era mi felicidad, porque implicaba la infelicidad de otra persona, tu madre, y podrás suponer los delirios, las noches en vela, el trabajo de mis miradas para esconder mis sentimientos, y el esfuerzo de mis palabras para no pronunciarse temblando, y podrás adivinar por qué a veces cuando te miraba unas lágrimas furtivas hablaban por mí.

Porque lo quiso el azar, o porque lo impuso el destino, volví a encontrarme con Eloisa y me dijo que esa vez, sin la mesa del despacho por barrera, no me escapaba sin invitarla a un café. El café lo tomamos con más risas, y las miradas fueron perdiendo lo vacío y la inocencia, y se fueron volviendo confidentes y fogosas y enamoradas.

Entonces llegó el momento de hablarle de la locura que era lo que nos estaba sucediendo y decirle que estaba casado y era feliz en mi matrimonio.

No tanto, reconocí un poco más tarde en respuesta a la limpieza de su mirada que no se conformaba con aquella mentira.

Después de regañarme a mí mismo por tratar de apagar con el frío de la lógica el fuego de los sentimientos, después de que me ofreciera la compasión de una sonrisa a cambio de mi pena por tenerla frente a mí y tener el corazón hipotecado, después de demostrarme cómo su amor irreductible desmoronaba mis objeciones, dijo que no me estaba pidiendo ninguna renuncia y que se conformaba con tenerme a ratos, que las sobras de amor de un corazón tan lleno como el mío serían suficiente para ella, que saber que la llevaría en un rincón cómodo del pensamiento era suficiente para ella, que un beso, uno sólo de mis besos, era bastante para ella.

Así hemos estado durante treinta y tres años: en un matrimonio clandestino. Un matrimonio que duraba unas horas de cada lunes.

– Hasta el próximo lunes, adiós, mi amor, estarás conmigo.

– Siento no poder darte más, Eloisa…

– Ya me das… ya me das…

En el trayecto hasta llegar a nuestra casa tenía que recomponer el corazón, tenía que deshacerme del dolor, colocarme bien la careta de ser moderadamente feliz, que no se notara el reguero que habían marcado las lágrimas en su huida, que nada me delatara…

Ha sido difícil, y doloroso, mantener dos vidas, dos mujeres, un cariño y un amor, una moderación y una pasión…

Ahora ya lo sabes.

A mi modo, he respetado siempre a tu madre, la he cuidado, la he querido de una manera tibia y serena. Espero que usted me perdone, Padre, y espero que me tú también perdones, hijo.

Me queda poco de vida. Si tu Dios es tan bueno como dicen, seguro que sabrá perdonarme.

Realmente, lo único que me importa y deseo es recibir la comprensión de mi hijo, y descansar.

Le abracé.

– Te amo, padre, te amo… te comprendo… te ruego que me perdones por no haberme dado cuenta de tu penar, por no haberlo intuido, por no haber sido tu confidente, tu consuelo, tu abrazo…

Lloré… lloré amargamente, con toda la rabia, culpándome… sentí de golpe toda su soledad de tantos años… lloré hasta que me di cuenta de su silencio.

Cuando me incorporé, y a través de mis ojos empañados le vi, y noté cómo le faltaba el aire de respirar, y cómo una sonrisa de paz se había instalado en los labios, agradecí a Dios que le hubiera mantenido hasta ese momento, y que me hubiera permitido conocer la vida real de mi padre.

Una de mis dos partes, el hijo o el cura, sí ha sabido perdonarle, pero no diré cuál.

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