Si algún día indeseado
algún lector indeseado
cometiera la indiscreción
de leer estos pensamientos,
guárdese mucho de juzgarme.
No crea el maldito lector
que es mi meta publicarlos:
no quiero intrusos en mis cosas,
ni jueces mal informados
que yerren en sus juicios.
No quiero espectadores compasivos
ni ratas que se alimenten de mis despojos.
No quiero conmiseración,
no pido comprensión,
no deseo hombros que enjuguen mi llanto.
Quiero verbalizar en secreto, sólo para el secreto,
mis pesares.
Quiero escribir con tinta invisible
para ojos de ciego.
Quiero ver en letras quebrantadas
los suspiros y los desvelos,
las noches sin medida,
el infinito de espinas,
los abrazos rotos
y los gritos que implosionan.
Sólo acepto el consuelo
si es de mi destino que se arrepiente.
No admito amigos que surgen de la nada
y son menos que efímeros.
No tolero las palabras falsas que se dicen
cuando no se sabe qué decir.
Escribo para mí.
Si alguien está leyendo
aún está a tiempo de negarlo
antes que mi crueldad aletargada
despierte su furia de siglos.
Si alguien se entromete en mis enaguas,
en la cárcel de mi caja fuerte,
donde no han penetrado las preguntas más mordaces
ni los interrogatorios más policiales,
de donde no ha salido una palabra,
y menos un secreto,
que una plaga de maldiciones,
setenta veces siete concretamente,
le persiga hasta su fin.
Si alguien sigue empeñado en seguir hasta el final
eludiendo mis anteriores amenazas,
sepa que estas letras están envenenadas,
que penetran en el cerebro y lo corroen,
que asaltarán cada noche sus pesadillas
y reinarán en lo oscuro de lo oscuro.
Que nadie quiera saber de mí,
que nadie se pasee por mis secretos,
que nadie hurgue en mi corazón.
Nadie.
Francisco de Sales