La luna de mi espejo,
decreciente,
decrepitante,
envejece notablemente en su marco
y en cómo refleja.
Esta misma mañana,
sin ir más lejos,
me devolvió,
a cambio de mi galanura,
una imagen avejentada
de quien parecía ser mi propio padre.
Este no soy yo,
le dije.
Obstinado,
recalcitrante,
repitió las arrugas,
el brillo desvaído,
un cabello encanecido
y unos ojos apenados y apesadumbrados.
Que no soy yo,
le dije.
Creo que es culpa de su mucha edad,
o de alguna envidia vengativa,
pero yo no soy ese casi anciano serio
que me miró incrédulo,
que repitió el gesto lento de atusarme el bigote,
lo mismo que el de acariciar mi calva,
al igual que me enseñó los dientes
cuando yo se los enseñé.
No quisiera dudar de mí,
a mis tantos años,
así que insisto en su error
de reflejarme testarudamente tan mayor,
cuando yo sé en mis adentros
que me estanqué en los cuarenta y pocos,
y ahí sigo.
Francisco de Sales