Cuarenta y un años. O cuarenta y uno.
La edad impensable en mi infancia,
cuando creía que siempre tendría ocho años
porque nunca llegaban los nueve.
Le preguntaba a mi madre cuándo cumpliría más
y me marcaba en el calendario,
tras pasar varias hojas y decir que faltaba mucho,
un día veintitrés que yo encerraba en un círculo.
Más tarde aprendí a buscarlo yo solo.
Entonces los días eran más amplios,
más perezosos los meses.
Después, los años han aprendido a correr y no detenerse.
Ahora, con cuarenta y un años, o cuarenta y uno,
no uso los calendarios, ni el reloj;
un día, alguien que me recuerda o me quiere,
me dice que ya me falta poco
y me entra la urgencia, cada vez menos urgente,
de ponerme la sonrisa de llevarlos con alegría,
de recibir las felicitaciones de mis amigos,
y en la resaca siguiente pensar que estoy triste.
Un año más… -me dicen sonriendo.
Un año menos… -piensa mi pensamiento.
Acaban de nacer mis cuarenta y un años, o cuarenta y uno,
y ya se me están muriendo.
Francisco de Sales