Lloras sin motivo.
No lo necesitas.
Te gusta llorar.
Te recreas en la pena
y dejas que las lágrimas fluyan,
-más ácidas que saladas-
que broten en torrente
atropellándose en la estampida.
Mientras más, mejor.
Así, hasta que empiezan a escasear
y los hipidos se aplazan
y la congoja cede
a manos de una incipiente calma.
Entonces llega el llanto lento,
pausado y casi degustado,
un poco dulce
y casi romántico.
Te gusta llorar.
Mañana volverás, otra vez,
al mundo de las lágrimas,
los llantos,
y los sollozos.