Desconocida

DESCONOCIDA

Coincidí con ella, la primera vez, en un autobús.

Gracias a los empujones supe bastante de su cuerpo y, al estar cerca de su boca, en su aliento olí la menta cuando termina una lluvia y me pareció que toda ella sólo era esos ojos, nada más que esos ojos que me atrapaban y no me dejaban mirar hacia otro lado; eran unos redondeles azules invitándome y retándome a su contemplación, enlazados a mi mirada por un hilo invisible, elástico, que no nos separaba ni en la curvas ni en los frenazos bruscos.

Nuestras miradas, por lo visto, se conocían de antes. Estuvieron hablando sin tener que recurrir al suelo, al techo, o la ventana que ofrecía un paisaje vacío de interés, ni a la vergüenza habitual de la primera vez.

Disfruté la agradable sensación del hipnotizado y no supe de las toses y los sudores que saturaban el autobús. El ruido monótono del motor se repartió entre los otros ocupantes y para mí quedó solamente la música íntima de un piano que alguien tocaba no sé dónde pero que me llegaba con nitidez, sin perder emoción por el camino. La gente se fue difuminando, pasando a otro plano, y hasta dos paradas después de la nuestra no pensamos en volver a la realidad.

De ahí a tomar un café juntos sólo fue necesaria una invitación que se extendió también para las confidencias y no había pasado ni media hora y ya conocía los detalles más jugosos de su vida y ella conocía mis vulnerabilidades y hasta el sabor de mis lágrimas, porque a medida que iban saliendo del lagrimal y mientras discurrían mansamente por mi cara ella las retiraba con un pulgar que luego llevaba a su boca donde lo metía para degustar la lágrima, supongo que inocentemente, pero con ello despertaba toda mi lujuria y alteraba inevitablemente mi imaginación.

Ella se expandió después pormenorizando su infancia, relatándome su juventud casi minuto a minuto, hasta que llegó el momento en que la tristeza irrumpió brutalmente en su vida y sólo hasta ahí llegó y no me quisto contar más.

Más tarde, tras un interminable silencio que no quise romper, recuperó esa sonrisa que me embaucó en el autobús y sus ojos se secaron al sol, en aquella terraza abierta en la que estábamos casi solos, y volvieron a brillar.

“El amor es un insensato irrespetuoso”, pensé mientras la miraba. Me gustó mi frase pero no la entendí. Supongo que tenía algo que ver con que me estaba enamorando y al mismo tiempo me parecía una insensatez, una locura más bien, una de esas cosas carentes de lógica que sólo se entienden con la intromisión irrespetuosa del amor. Me llegó la frase antes que la explicación.

Ya era de noche cuando nos despedimos.

No conseguí que me diera su número de teléfono, ni su nombre –la bauticé como Desconocida desde que se negó a decírmelo y parece que el nombre le gustó-, ni me permitió que la acompañara hasta su casa y mucho menos aceptó la invitación de que viniera a pasar la noche conmigo.

Ahora miro el ticket de los cafés a menudo. Pone 2 cafés, no hay duda.

Aquello existió y no es una jugarreta de mi imaginación, como a veces pienso.

Desconocida no volvió a aparecer en mi vida. Pasé horas y horas durante días y días en aquel autobús y nunca volvió. Pasé horas y horas durante días y días en aquella terraza de aquel café al aire libre y nunca volvió.

Mis amigos insisten en que la olvide, en que la deje ir ya hacia el olvido, en que retome aquel radiante muchacho que siempre fui y que le recupere antes de que se pierda para siempre por los vericuetos que llevan a la locura. Me quieren y me dicen que vuelva a la vida, que ya habrá otra Desconocida en mi vida.

Lo dudo.

Ahora soy más partidario de eso de “tu tren sólo pasa una vez por la estación” y lo he perdido. O tal vez es que últimamente le hago demasiado caso a mi pesimismo. O tal vez es mi depresión quien habla por mí.

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