Perdida dentro de mí

Soy Lucía.

Estoy sentada en el sofá del salón.  Hace un rato estaba pensando que ya ha debido llegar el invierno.  Antes avisaba: enviaba al frío como emisario de su llegada y le iba robando tiempo al día, poco a poco, sin que se diera cuenta.

        Cada año había una primera nevada que se recibía siempre con ganas, como el primer turrón.  Quiero decir que sabía distinta a todas las que venían después.

        Era el tiempo de sacar las botas, el gorro, los guantes, y la sensación concreta y distinta que produce volver a sentir el frío al meterse en la cama, el frío en la nariz, y el frío en las ventanas, todos ellos muy particulares, y el tiempo de comenzar una breve guerra de pelotazos de nieve en la que se involucraba sin miedo y sin permiso a la gente que pasaba llevando en el rostro la señal inequívoca de la alegría contagiosa.

        Ese era un tiempo feliz.

        En cambio, ahora…  no me río desde hace cuatro… no… cinco o seis años.

        No me río desde aquella última vez que alguien se me acercó sin mirarme el rótulo que llevo en el aire que me rodea, y me habló como si fuera un ser humano.

        Era un niño.

        Tendría… ¿qué tendría?… ¿cuatro años?… pues no tendría más.  Yo estaba en un supermercado.  Se me acercó por detrás, tiró del abrigo varias veces hasta que me di cuenta, y al volverme me dijo con su media lengua de trapo “señoda, señoda, tienes un zapato y oto zapato que es de oto color”.

Y se marchó corriendo.

        Me costó un poco de tiempo comprender qué me quería decir.  Miré mis zapatos y comprobé, primero preocupada y luego entre sonoras carcajadas, que me había puesto dos zapatos distintos.

        Y eso que por entonces todavía estaba bien de la cabeza, no me fallaba tanto como ahora, que muchos días no sé si he desayunado o no, y no sé ni qué día de la semana es.

        La verdad es que tampoco me importa mucho, porque no hay una expectativa de que algún día vaya a ocurrir algo mejor.

        Lo más importante que voy a hacer hoy es regar las plantas.  Creo que ayer también las regué, pero casi prefiero que les sobre y no que les falte, porque me daría una angustia muy grande si se me secan por algo tan sencillo como es coger agua del grifo, llenar una jarra y echársela a la pobre planta, que ya es desgracia tener que estar siempre dentro de un tiesto y no poder salir a viajar, que es algo que a mí siempre me ha gustado.

        Tengo que cambiar un día de estos la jarra, porque le he debido dar un golpe y está rajada, y cualquier día al ir a cogerla se me va quedar el asa en la mano y se me va a derramar el agua y voy a ponerlo todo perdido.  Y que no se me olvide comprar una fregona. Y papel higiénico. Y garbanzos.

        Un día de estos tendré que salir a la calle con un poco de espíritu y arriesgarme a conocer otras calles y otro sitios que no sean la tienda y la farmacia.

        La pared.  Tengo que pintar la pared de un color que no se termine nunca y que no deje que el tiempo le arrebate su color.

        Un color que no se muera…

        ¿Verde?

        El mundo es verde casi desde que se creó.  Y el verde, cuando se muere, allá por el otoño, se amortaja de un color muy bonito, y cuando vuelve a renacer, como ha dejado escondido en algún lugar de su memoria el tono exacto que diseñaron sus anteriores generaciones, adquiere otra vez el mismo brillo, la misma luz, idéntico esplendor…

        Bueno, a lo que iba.

        A veces yo también creo que estoy loca y otras veces, cuando pienso cosas como las que acabo de pensar, creo que este pensar no es de locos.

        Y es curioso que no me importe ni una cosa ni otra.  Es curioso que sea tan ajena al mundo, tan distante de las cosas que lo pueblan, tan exenta de ataduras, tan vacía de necesidades…

        Ni yo misma me conozco ni me comprendo, pero también hay una ausencia de interés en crear unas etiquetas pobladas de definiciones y explicaciones; me gusta el yo desnudo que se basta y no necesita añadir adjetivos ni aclaraciones… me gusta el vacío de ser nada y nadie.

        Me gusta divagar en la mente liberal que no cierra el paso a ninguna palabra en desuso: áloe o aloe, insurrecto, becerril, metacentro, preludio, bocacalle, picadillo…  Me gusta que se relacionen y creen entre sí situaciones que sólo se producen en la mente abierta de los poetas, como por ejemplo: el caracol ascendió como hálito encrespado por el acantilado de tu desesperación.

        Y regocijarme en la contemplación del milagro imposible que han creado.

        Otra: la niña de mis ojos recoge partos peregrinos como cornejas y los tiñe y los riñe como a murciélagos.

        Otra más: el atardecer se enoja ante la presencia competitiva de tus párpados cerrándose lentamente.

        Y me quedo tan feliz.

        Llena.

        Tan llena que no queda espacio para pensar en el porvenir, ni queda un mínimo sitio en el que las tribulaciones puedan anidar y procrearse, ni un diminuto resquicio por el que puedan colarse las inclemencias ordinarias que se sustentan de pre-ocupaciones.

        El aparente vacío impide a los usurpadores de serenidades que se adueñen del espacio que le corresponde a mi vida de vivir dentro mí.

        Las canciones que entono despreocupada son la risa de mi alma.

        El hecho de que no asista compungida al entierro de todas las horas de todos los días, o que no quiera rellenarlas de cosas opulentas y ampulosas, no quiere decir que no sea capaz de disfrutar de su desnudez de actos importantes.

        Respiro.

        Y mi respirar consume más tiempo que aire.

        No puedo respirar entre desatenciones al aire que me alimenta, sino que necesito acompañarle en su camino.

        Y soy aire mezclado con el aire que visita mis pulmones como voluntaria de Cáritas repartiendo alimentos a cada uno de los alvéolos y dejando una nota con la caricia del agradecimiento por su labor tan callada y tan anónima.

        Y si miro a la nada, no es nada lo que veo, sino que hay un mundo pululando entre las paredes y yo, entre la casa de enfrente y yo, entre el infinito y yo.

        Todo esto me hace creer que estoy loca, pero no porque soy de otra forma distinta a como son los que se autodenominan cuerdos, sino porque hay que estar loca para poder ver con ojos distintos, y hay que estar loca para poder escaparse de la reglamentación vigente y de las normas llamadas normales para pasar a ser observadora descondicionada y autónoma, exploradora activa, descubridora de mundos ocultos en este mundo de rótulos y formulismos, y hay que estar loca para arriesgarse a vivir la vida sencillamente, evitando verse en la obligación de usar todo lo que la sociedad propone.

        Para el cuerdo, según yo lo entiendo, es más fácil esconderse en una película o tras la esquina de un libro o dentro de un vestido de marca anunciada y requeteanunciada, antes que enfrentarse al posible vacío de la vida.

        ¿Loca?… ¡cuántas veces he oído esa palabra en las miradas de la gente que me mira!… ¡cuántas veces habré sentido el puñal de la compasión de los demás, y cuántas no habré contestado con una sonrisa o una indiferencia que confirme su presunta cordura a los demás!

        Sí es cierto que a veces, en mi divagar peregrino, me encuentro a mí misma perdida en una estancia de paredes acolchadas que me aíslan de los momentos de lucidez plena, y es en esos momentos en los que yo busco en las paredes una puerta dorada que abro con esperanza, y entro, y al otro lado encuentro un pasillo bordeado por madreselvas y culantrillos, salpicado de ceibales y plataneras, en el que viven aves multicolores, viven a cantos y a gritos musicales que adornan los oídos y engalanan el corazón, y sigo el sendero de la imaginación hasta llegar a una gran explanada en la que conviven en armonía el payaso que no da un paso con la foca loca, y la cascada que reparte agua de caramelo fresco con el sol de dos intensidades, día y noche, y la luz de los dos disfraces, de día y de noche; es un sitio privilegiado en el que el aire al desplazarse crea música de mil tonos, algunos aún no escuchados en la Tierra, donde la calidez del clima hace que el clima parezca humano, donde hay un árbol de dar abrazos que abre y cierra los brazos con mimo y con cariño, y donde existe el mago de los deseos que convierte en realidad los pensamientos, y allí me quedo, dichosa, a vivir muchos ratos porque quiero pensar en mi pensamiento a veces desorientado que si Dios me ha dado esa capacidad de crear milagros en la mente, será porque es bueno para mí.

        Así que vuelvo otra vez a sumergirme en otro viaje.

        Me encuentro con una mariposa que está aprendiendo magia y ensaya conmigo todos sus trucos, como si fueran nuevos, y hace desaparecer un conejo dentro de un sombrero y pretende que me asombre, y me asombro a pesar de conocer el truco y saber de sobra que está escondido en un forro negro que hace como de doble fondo, y allí está el conejo, callado para no desbaratar el engaño, callado pero sin comprender por qué ha de estar callado, y luego, cuando le saque del escondrijo y le encierre en la jaula de encerrar conejos para los trucos, se preguntará pasmado dónde está la gracia y a qué viene que le escondan.

        Y me encuentro también, un poco más adelante, con un elefante que está aprendiendo alemán, y pronuncia de una forma muy graciosa porque la trompa le hace una voz nasal, muy nasal, requetenasal, y el pastor alemán que le está enseñando se desespera en la repetición perfecta y afinada de tan complicado idioma; de hecho él pronuncia sin un sólo ladrido.  En cambio el elefante pronuncia de una forma desafortunada que yo no puedo describir, y hay que ver cómo insiste, con qué voluntad, pero es que ha conocido a una domadora alemana que le ha propuesto que se vaya con ella al Gran Circo Alemán en gira por todo el Mundo, y no quiere perderse la oportunidad.

        Le miro risueña, me deshago en risas contenidas, y sigo a través del pasillo engalanado por las madreselvas y los culantrillos; observo atenta el crecer acelerado y desaforado de las flores, observo el cambio incesante de colores, el tornasol imparable, y no soy capaz de decidir qué color es más bonito que otro, porque todos son más bonitos que los que están limitados por la realidad, y cuando ya los he mirado mucho rato, aunque no me canso nunca, sigo a ver cuál es la próxima sorpresa que esta imaginación, desenfrenada y sin límites, tiene a bien presentarme en la imposible autenticidad de mi ficción, en la pantalla de mis párpados cerrados en cuyo interior se me proyectan las fantasías en sesiones tan continuas como yo quiera disfrutar.

        Entonces aparece un hombre guapo, varonil, prototípico; me llama por mi nombre, me dice que vaya a su lado y voy, me coge por la cintura y me atrae hacia él con una dulzura exquisita, con una presión leve pero firme, con el deseo exacto conque todas las mujeres queremos ser atraídas, y me besa… me dejo besar hasta que se sacia mi necesidad de besos, y entonces, cuando él afloja la sutil presión, cuando creo que soy feliz y estoy bien, con la razón que no quiere entrar en las fantasías y me espera fuera expectante me doy cuenta de que cuando salga de aquí, de esta irrealidad, me voy a encontrar conmigo en una soledad indeseada, en un vacío de amor, en una casa cárcel, en una vida mediocre, y este darme cuenta me confirma otra vez que no estoy loca: lo que estoy es desamparada.

        Esto me trae a la existencia.

        No me gusta esta existencia en que la perfección no es constante, en la que no hay una ausencia total de problemas, en la que la realidad puede ser superada por algo sin entidad: el pensamiento, algo que es nada pero supera a la creación de Dios; no me gusta esta existencia vulgar, ni los gritos de los coches, ni la oscuridad del invierno, ni el olor de la mierda, ni el mal sabor de boca del despertar, ni que se agosten las flores, ni que se mueran los días.

        Me gustaría despertarme en la cama del sol, y que me abrazara enamorado; me gustaría jugar en un corro de niños que no crecieran nunca, me gustaría saltar en una nube y botar y rebotar hasta terminar cansada, y sentirme protegida en la seguridad inmejorable de los brazos de mi madre; me gustaría leer un libro de páginas en blanco y comprenderlo; me gustaría convertirme en gota de agua y explorar todos los lagos aletargados, y todos los ríos del universo, y todos los mares de la vida, y todas las lluvias de la eternidad; me gustaría cerrar los ojos y descansar, mucho, para siempre…

        En cambio, mi premio, o mi condena, es seguir en este cuerpo de no saber quién soy, en esta mente que no sabe lo que es, en este mundo que no sabe a dónde va, en esta vida que no sabe cuándo terminará.

        Y yo no puedo hacer algo.  De esto estoy segura.

        Sólo puedo estar atenta a no estrellarme mucho en los bamboleos que tiene mi biografía.

        Soy Lucía. 

Cuando comencé esta reflexión desordenada estaba sentada en el sofá del salón.  Ahora, después de haber recorrido el pasillo varias veces, después de haber ido a la cocina para beber varios vasos de agua, me encuentro mirando la oscuridad a través de la ventana.

        Hace poco que han empezado a nacer las luces en las casas, y las farolas han tomado vida de luz, y la luna ha abandonado el refugio en el que se esconde del sol, y el sol ha terminado su turno siempre de día.

        Otros días, en realidad todos los días, miro a través de esta misma ventana y asisto como si fuera la primera vez a todo este proceso.

        No sé parar.

        O no sé empezar.

        O no sé romper el ciclo de la rutina.

        Me mantengo encerrada en esta jaula de ladrillo y cristal, en esta mentira que me asila, oscilando entre las veces en que hay alguien dentro de mí que me supera, alguien a quien podríamos acusar de cuerdo, y las veces en que no me reconozco; divago a merced de un piloto automático que quizás se llame Ángel de la Guarda, y entonces me pierdo de mí misma, no sé dónde he estado ni qué he hecho, me asusto ante mi pérdida no denunciada, no sé dónde me he fugado, a qué mundo, ni sé si he comido durante mi ausencia, ni sé cuántos días han pasado, hasta que el calendario que se mantiene inmóvil mientras los días sí pasan me informa de que no es el mismo día que la última vez que le pregunté, y entonces sí que me alarmo, ahora menos que al principio, pero sigo inquieta porque quizás algún día no vuelva del lugar de mis fugas inconscientes, y el vacío de mi mente no consiga volver a enganchar con la cuerda buena de la lucidez.

        Algunos días salgo al balcón y miro hacia la calle, pero no veo.  Es curioso.  Y extraño.  Sé que el resto de la gente del resto del mundo siguen estando ahí abajo, y siguen progresando, pero yo no les veo.

        Es curioso que todo termine ante mis narices; a veces me pregunto porqué a mí no me es permitido vivir como el resto de los mortales, viendo todo lo lejos que quiera ver, relacionándome en una conversación inútil, en una charla absolutamente intranscendental, magnificando la solemne tontería del último capítulo de la última telenovela si es que aun existen.

        No comprendo, nunca, el desequilibrio de mi mente.

        No sé qué gobierno en crisis me gobierna.

        No tengo el talento que se dé cuenta, con una claridad que después me lo pueda explicar a mí, porqué a veces la cordura se instala, acampa con visos de permanencia, me permite disfrutar de la claridad de la conciencia, y un rato después desaparece llevándose hasta el último rastro y todas las huellas, dejándome al desamparo de mi cortedad de luces, sin saber qué hacer, ni a qué negociador recurrir para recomprarle mi cabeza de pensar y mi cerebro de recordar.

        Casi nunca me quedan recuerdos.

        Una de las miles de veces que he estado perdida en los vacíos de mi mente estuve absolutamente convencida de ser una planta.

        Invoco mi propia imagen de aquel momento y se presenta al llamamiento una mujer enjuta, seria y seca, con una vestimenta abigarrada desconcertante, y los ojos sin miradas extraviados en sus propias cuencas.

        Una mujer gélida intocada por el paso del tiempo, inmóvil en su figura como en un hechizo de bruja despechada; una mujer de rictus severo, desatenta, impávida; una mujer que no respira con respiración de mujer, ni mira con ojos de mujer, sino que suplanta a una planta y se metamorfosea interiormente hasta que su sangre se convierte en savia, sus pulmones  hacen el proceso de la clorofila, y la piel se vuelve verde.

        Supongo que mis necesidades fisiológicas ni se manifiestan, ante la seguridad de no ser atendidas, pues soy planta que carece de excrementos; la sed la siento en las raíces, y no hago otra cosa más que adornar el salón desangelado, prestando las hojas de mi cuerpo por un momento al insecto volador que llega fatigado, dejando sin protestar que me coman todos los bichos que quieran hacerlo.

        ¿Y dónde estoy yo mientras la otra yo, o una de las otras yo, es una planta?

        ¿Dónde se esconde mi juicio?

        ¿Dónde hallo ahora las respuestas a los dóndes desconcertados que nacen más rápidos de lo que pudiera relatarlos?

        Este es mi castigo:  me doy cuenta ahora de que no me doy cuenta entonces.

        Esta es mi condena:  habito en un cuerpo administrado por una mente de demostrada dudosa formalidad.

        Se me escapa: me escapo.

        Cuando bajo un poco la guardia, y la atención se diversifica y pretende ocupar dos espacios, se queda en el otro y pierde el mando de la plaza principal; se queda a extraviarse en el sitio donde el tiempo no entra ni manda; se queda hasta que nadie o alguien me rescata.

        Otra vez, recuerdo que estuve durante un período que no puedo calcular, con la certeza indestructible de que tenía que vigilar que no se escapara la puerta del salón, y allí estuve con los ojos abiertos por la desesperación de no quedarme dormida no fuera a ser que ese preciso momento lo aprovechara la puerta para emprender la fuga a otro marco desocupado; fue la sed quien se encargó de llevarme casi a rastras hasta el grifo de mi salvación, y con el miedo de no encontrar la puerta cuando regresara, pero empujada por el instinto de conservación que casi siempre me rescata en el penúltimo momento, bebí con desesperación, bebiendo y marchándome al mismo tiempo, pero marchándome sin moverme del sitio porque la sed aun se entretenía en actualizar su deseo y su necesidad, y por más que mis piernas ansiaban la libertad del suelo de la cocina para emprender el regreso al salón, otra fuerza que no estaba en mi voluntad suplantada me retenía cerca del grifo del agua milagrosa que se convertía en razón a medida que saltaba como en cascada por la garganta.

        ¿Cuánto tiempo permanecí en la inútil vigilancia de la puerta?… nunca lo sabré.  Nunca sabré la medida de los tiempos perdidos.

        Así que he llegado a aceptar mi doble o mis múltiples vidas: las vidas que vive mi cuerpo al margen de mí, sin mi consentimiento.  Y nunca sabré a quién se lo alquilo sin mi consentimiento.  Y jamás sabré quién consume el tiempo de mi vida sin mi consentimiento.

        Me limito, porque no me queda más remedio, a estar hoy, este día de mis cavilaciones, consciente, lúcida, llena de palabras e ideas, casi segura, pero temiendo el inevitable momento en que se me irá la cordura al reino de la nada o del no saber.

        Entonces vagaré en peregrinación indolente por el espacio deshabitado de las almas en pena, allí apacentará mi espíritu en la espera del despertador de la conciencia, y no sabré nada de mí hasta que mi ánima y mi ánimo se animen a volver y retomen el camino de regreso a este cuerpo en el que habitan cuando quieren, que me tratan como a una patrona de pensión, y sólo vienen cuando es de su interés, y cuando no quieren porque les interesa más su divagar incontrolado y no quieren estar todo el tiempo atentos a cuidarme, se marchan como malas madres y me dejan abandonada en un cero desocupado, y no hay dolor más afligido que el mío, ya que no hay un guardia de guardia ni un vigilante que tome el mando durante la ausencia de mi ausencia, y no me siento mal porque no me siento, pero si me sintiera estaría mal, que no es plan dejarme ahí te pudras mientras la razón se marcha con la sinrazón y yo me quedo a la deriva.

        Dios mío, cuántas cosas he dicho, y eso que no me quiero lamentar, porque sé que no hay buzón de quejas que admita mi reclamación tan repetida, pero es que de alguna manera tengo que manifestar mi rabia mil veces duplicada, y de algún modo tengo que decir que no me sienta bien el juego que alguien se trae conmigo, ni este tejemaneje sin explicaciones, que ya está bien de no recibir una atención y de no ser informada personalmente por el responsable de programación de las cosas que han de suceder.

        Heme aquí, despotricando contra nadie con toda la ley y la razón de mi parte, pero sin un receptor humano y consecuente que me exponga y me esclarezca, sin una voz de palabras comprensibles que me justifique, sin un comunicado oficial, sin un bando o un pregón, sin una explicación coherente que me trate con dignidad de humana y no juegue conmigo a ocultarme el entendimiento unas veces y a ser portadora de sentido común otras veces, que ya estoy harta de tener que buscar aclaraciones por todos los sitios sin encontrar otra cosa que no sean dudas.

        Prefiero el vuelo despreocupado por el país de los ensueños, y yacer en un lecho de primaveras, como aquella vez que me transporté con mi imaginación viajera a una cama de flores que iban naciendo constantemente, y sentía una conciencia infinita de no ser yo ni ser nadie pero sin que ello me importara, porque en aquella grata ocasión no había en mí necesidad de otra cosa más allá del placer inmediato, y sin turno para las preguntas, todo instante estaba dedicado a sentir: amor, paz, independencia, despreocupación, la niñez, el cuidado de Dios, un clima tibio que me invitaba a desnudarme, la comprensión que no necesita nada, la luz…

        Y yo, revolcándome en el lecho de flores, acariciada, acogida, deseada, amada, llena y vacía al mismo tiempo, ágil, perezosa, serena, otra flor más en la maternidad del lecho…

        Cuando empezaron a aparecer los ángeles de los cuidados ya no eran necesarios, pues me encontraba bien donde y como estaba.

        Dejaron su protagonismo innecesario al cine del pasado y fueron desfilando por la pantalla imaginaria mis momentos mejor guardados, los más queridos, los de la infancia que compartí con mi madre, la de los ojos tiernos y los abrazos dulces, y me sentí acunada por un amor que nacía incesantemente de esa creadora de cariños interminables, y sentí por todo el cuerpo las caricias olvidadas, las miradas protectoras, el amor desproporcionado a cambio del nulo amor que yo sabía entregarle por entonces.

        ¡Cómo son las madres!

        Tienen el verbo pedir olvidado, y en cambio la generosidad muy usada.

        Y dan…  ¡cuánto dan!

        Mi madre podía estar con los brazos dormidos de tenerme en brazos dormida, y nunca un lamento, ni siquiera una queja; ninguna vez decía nada que fuera una protesta.

        Tenía una sonrisa perenne en los labios que no desaparecía por ningún motivo.

        Era muy humana.

        Bastante sufrida.

        De una aceptación ilimitada, de una generosidad incondicional, de un cariño espléndido que no entendía de resentimientos.

        Mi madre…

        Ya no puedo llorar, hace años que se me ha hecho el corazón de piedra y las lágrimas de secano; unas veces es bueno porque me permiten seguir adelante sin deshacerme, pero otras veces echo en falta la posibilidad de desmoronarme en un lloro humano, en un llanto femenino o en un lloriqueo infantil, y no puedo, y bien que me pesa no poder.

        Ni siquiera imaginándome situaciones dramáticas o recordando cosas tristes consigo arrancarme unas gotas.

        Hace unos días resucité fragmentos lejanos, de cuando me licencié con las mejores notas y parecía que el futuro me tenía reservado lo mejor.

        Entonces vivían mis padres, y tenía un novio enamorado de mí que me ofrecía un futuro que mejoraba la oferta de mi propio futuro.  Todo estaba de acuerdo para que yo fuera feliz.

        Nadie contó con esta cosa que tengo en la cabeza, entonces insospechada, que no me deja emprender una vida normal.  No puedo tener un trabajo porque nunca sé cuándo me voy a poner mal, y sé que faltaré muchos días, y si voy no estaré segura de hacerlo bien.

        Y si pienso en tener otro novio o en casarme, que todavía estoy en edad, me doy cuenta de que no habrá quien sea capaz de aguantar este desbarajuste mío; no hay Santo Job que me aguante, ni enamorado que pueda enfrentarse a la grillera de mi cabeza.

        Así que me espera un porvenir de vieja ida, y espero no estar como a veces me imagino, vestida con las mismas ropas que llevo ahora y pintarrajeada como un payaso; no quisiera quedar anclada en este presente que constantemente se convierte en pasado; no quisiera ser un vegetal de dos patas, ni un espíritu que come, ni una sombra que se hace mil pasillos diarios, ida y vuelta, discutiendo con las paredes.

        No quiero.

P.D.-  Hoy, en este día de claridad especial, le pido a Dios que me reserve muchos instantes como este, de relativa cordura; que me permita seguir divagando por la vida de mi vida en la imaginación, que no me ataque ninguna enfermedad grave, que yo siga teniendo amor por mí y comprensión, que me reserve un sitio en el Cielo donde van las almas puras como la mía, y que por lo menos allí sí pueda ser normal.

Deja una respuesta