Mi abuelo fue un extraño en mi vida.
Apenas nos vimos cinco o seis veces, y en cada una de ellas me habló de usted, con distancia: la misma distancia que había entre su edad y la mía.
La primera vez que nos vimos me preguntó mi nombre.
– ¿Francisco?¿Se llama usted Francisco?¿Y sabe usted por qué?
– No, señor.
– ¿Cuántos años tiene?
– Ocho, señor.
– Yo tengo setenta y seis. Cuando tenga mi edad recuerde este día. Recuérdeme con cariño, si me hace el favor. Aunque no tenga motivos, haga un esfuerzo, idealíceme, y concédase el capricho de creer que tuvo ese abuelo maravilloso que todos quisiéramos tener. Sepa que soy un hombre sin corazón ni sentimientos. Soy un hombre sin sonrisas, sin caricias. ¿Le contó su padre que cuando nació le dejé al cargo de su madre y me marché a América?
– No, señor.
– ¿Sabe usted dónde está América?
– No, señor.
– Lejos. A una vida de distancia. ¿Sabe usted que yo no sé abrazar?
– No, señor. Sé pocas cosas de usted.
– ¿Qué sabe?
– Que se llama Casimiro y que tiene muchos años. Eso me dijo mi padre antes de que viniéramos a verle.
– ¿Su padre me odia?
– No lo sé, señor. Pero si yo fuera su hijo sí que le odiaría por haberme abandonado.
– No fue un abandono, fueron las necesidades… bueno, eso es lo que me he dicho hasta ahora para justificarme, pero mire, si la guarda en secreto le hago una confesión: antes era capaz de engañarme con esa explicación, pero ahora no puedo. Llevo años viviendo en la edad de los arrepentimientos. ¿Sabe a qué me refiero?
– No, señor.
– Lo mejor será que vaya usted haciendo un uso continuado de esas mis carencias de las que le he hablado. Disfrútelas. Evite a toda costa llegar a esta edad con el corazón sin usar, con las sonrisas intactas, con los abrazos yertos. Viva, señor, viva usted. Alborote todas sus emociones. Despierte sus deseos y déles vida. Haga realidad sus caprichos. Ame, mucho, todo… y déjese amar. ¿Comprende lo que le digo?
– Me parece que no sé si le comprendo, señor.
– Mire, vivir requiere una dedicación plena. Se debe vivir constantemente e intensamente. Pero vivir como sinónimo de disfrutar, de dar y recibir, de empaparse de vida, de ser humano y divino, ¿me entiende?
– No lo sé, señor.
– No se preocupe. Algún día todas estas palabras eclosionarán y aparecerán en su mente como si fueran pensamientos propios. Podría dejarle en herencia mi penar, pero prefiero darle ahora esta lección tan grande, y contribuir con ella a su felicidad. No se preocupe: no lo olvidará.
– No lo olvidaré.
Lo dije para que se quedara tranquilo, porque tras su aparente serenidad y la evidente cordura reinaban la pena y el abatimiento. Lo dije sin saber qué decía. Sin saber que hoy, cuando cumplo sus mismos setenta y seis años, tengo el alma en paz y la conciencia limpia, y puedo afirmar que he vivido y vivo.
Me gusta pensar que se lo debo en gran medida a él. Que tuvo razón y eclosionaron las palabras.
– Su padre no ha querido saludarme cuando ha llegado. Yo sé que ha venido sólo por ver a su madre, mi desamparada esposa, otra sufridora, y que si fuera por él me hubiera dejado morir sin haberle conocido a usted, como un modo de venganza al que, en justicia, tiene todo el derecho. Me gustaría llevarme bien con usted, y, en la medida de lo posible, y a pesar de mi poca experiencia, quisiera comportarme con usted de un modo cariñoso. Quisiera hacer lo que se supone que tengo que hacer. Para ello necesito contar con su colaboración.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Más que hacer, pedir. Déme pistas de cómo le gustaría a usted que yo fuera y me comportara. También necesito que me informe de sus necesidades infantiles.
– Pero… ¿usted no ha visto en esa América cómo se comportan los abuelos?
– No, señor. Estuve tan atento a otras cosas que no me fijé en ellos. Siempre pensé que eran innecesarias las caricias y evitables los contactos físicos. Aprendí de mi padre que esas manifestaciones debilitan la autoridad, y que por ello mismo hay que evitarlas. Mi padre… –y paró un instante para tragar saliva y llevarse el dorso de la mano al sitio donde hubiera podido haber una lágrima- mi padre, nunca me abrazó, nunca me dijo una palabra cariñosa, nunca… nunca… nada… nada.
Era evidente que él también había reprochado a su padre, más de una y mil veces, en su hermético silencio, la sequía de cariño, y la rudeza, y la frialdad. Se notaba en sus ojos un llanto atrasado, recluido tras los párpados, intentando manifestarse levemente, pero no lo suficiente como para que se notara. Quizás yo, por esos mis ingenuos ocho años, era capaz de ver más allá de lo que mostraba.
Sentí el impulso de abrazarme a él e intentar ayudarle a derribar el muro, pero en un momento de lucidez comprendí que él no estaba preparado para vivir fuera de sus murallas, expuesto a la emociones, porque se sentiría inseguro, indefenso, así que me limité a tratar de consolarle haciéndole ver que su hijo no estaba repitiendo su error.
– Mi padre es muy cariñoso. Juega mucho conmigo, y hablamos de todo; algunas cosas no las entiendo, pero él también piensa que las palabras “eclosionan”, por eso sé el significado de esa palabra, porque mi padre la usa a menudo, y me trata como si yo fuera una persona mayor y comprendiera todo lo que me dice. Sé que tiene una espinita clavada, como dice él, porque le hubiera gustado que su padre, que es usted, se hubiera comportado con él como mi padre lo está haciendo conmigo. Se pone triste cuando me dice esto.
– Yo… pero no… porque si se pudiera dar marcha atrás y hacer las cosas de nuevo… pero como no… si yo… escuche, voy a compartir otra confidencia: me gustaría ser capaz de levantarme ahora, ir a la cocina y pedirles perdón a mi esposa y a mi hijo, por lo mal que lo he hecho y lo peor que me he comportado; me gustaría poder deshacerme de esta paralización inútil que me viene de no sé dónde: de mis piernas indisciplinadas o de lo que sea que me mantiene en esta postura inamovible innecesaria y no obedece a mi razón que sí se da cuenta. Me gustaría poder acercarme a ellos, con una sonrisa por bandera, con el corazón abierto, y ponerme de rodillas, rogarles su perdón… iniciar un mundo a partir de ahora, pero no puedo… sé que no puedo…
– Abuelo…
No me dejó seguir. Cuando me escuchó llamarle abuelo por primera vez se alteró mucho; se levantó y se alejó dejándome al cargo de mi caos, que no era capaz de explicarme qué había pasado, o qué había hecho yo que parecía ofenderle tanto. Le vi alejarse con su paso de trompicones, más inseguro que nunca, más alterado, más dubitativo, revuelto en las tripas de unos sentimientos para él desconocidos en los que no podía gobernar y para los que no había remedio de botica.
Le vi alejarse dejando un reguero de lástima.
Si yo hubiera sabido que tenía que seguirle hasta alcanzarle, y tenía que abrazar sus piernas para que no se escapara una vez más, lo hubiera hecho, aunque se hubiera roto en ese momento una tradición generacional innecesaria, aunque le hubiera costado un mar de lágrimas, un ahogo en su corazón, un estremecimiento… cualquier precio hubiera sido poco para poder rescatarle del desierto de sus emociones y haberle traído a un mundo de sentimientos que aún estaba abierto a acogerle.
Tardó más de una hora en volver.
Me encontró en el mismo banco donde me abandonó, aburrido, aunque se me despertó una sonrisa cuando le vi.
– Mire usted, Francisco, me ha hecho pensar de un modo distinto la conversación que he mantenido con usted.
– Sentir.
– ¿Qué quiere decir?
– Que lo que usted ha hecho no es pensar, sino sentir.
– ¿Eso es sentir?
– Sí.
Se volvió a marchar. Esta vez más ensimismado, pero menos tambaleante.
Tardó dos horas en regresar.
– Mire usted, Francisco, me ha hecho sentir de un modo especial la conversación que he mantenido con usted. Ahora soy capaz de comprender mejor, con el dolor correspondiente, cuánto daño hice y cuánta desolación dejé en todas aquellas personas con las que me he relacionado a lo largo de mi vida. Este frío continuo en el trato, esta distancia, no ha dejado una huella agradable en las demás personas. Nadie me recordará el día que entierren conmigo la minucia sentimental en que se resume mi vida. Le rogaría una cosa, Francisco, aunque fuera el trabajo más odioso para usted, aunque no lo pudiera soportar, le pediría que hiciera el esfuerzo de recordarme humano, con mi nombre y apellidos, Casimiro Martí Montoliú, de la decimoséptima generación de los Martí que han hollado el mundo con marca invisible. Me gustaría ser alguien especial para usted.
Lo fue. Aunque se murió sin saberlo.
Pocos días después de aquella conversación le tuvieron que acostar. Decía que de su vida sólo eran aprovechables los últimos instantes, que el resto había sido una pérdida irreparable, que por fin había conseguido llorar de felicidad y era muy agradable, que le hubiera gustado verse rodeado por un mar de besos, y llevarse el perdón de todos, y que dejaba para la posteridad el ejemplo de cómo nadie debería ser.