Sobremesa

Es la hora del silencio lánguido,

de sucumbir a la modorra,

de que pesen los párpados como pesa el pasado.

Es el momento que se enlentece tras la comida.

La mesa, llena de migas y ecos,

como un campo de batalla

donde no se hubieran recogido los muertos.

Tía Paula sucumbió a la siesta

y los niños ven la televisión.

Los demás están borrachos de comida,

abandonados donde pueden.

Cuando vivía con mis padres

las sobremesas no buscaban el fin,

todos éramos tertulianos

y los niños aprendíamos la vida.

¿Qué fue de aquellas maratones de risas

y de recuerdos y de confidencias y de nostalgias

que se alargaban tras la comida?

Mi madre recogía los platos

pero dejaba la oreja para no perder detalle;

reía desde la cocina

cuidado con lo que decís, que os estoy escuchando.

Mi abuela Luisa me acogía en su regazo,

(¡Dios! qué flores le brotaban en el cuerpo

que emanaban siempre aromas distintos)

pero me parecía tan frágil que temía romperla.

Me llenaba los oídos de caricias:

corazón, mi corazón, gustaba de decir…

El abuelo Ramón era lo opuesto.

Cien arrobas y el halago seco.

Parco en palabras y austero en besos.

Y mi padre…

¡cuánto quería a mamá!

no se le cansaba el brillo de los ojos

cada vez que la miraba…

Y mi hermana Conchita,

Dios la tenga en su Gloria,

que nos hizo felices durante tres años…

La nostalgia se apodera de este momento:

estamos tan solos entre tanta gente…

El tiempo sigue pasando lentamente.

Me gustaría volver a aquella casa

y a aquellos momentos.

Es una lástima no poder escoger

quedarse en los diez años…

En fin,

que dejo descansar la pluma

pero me vuelvo a los recuerdos.

Estos comensales siguen tumbados

y a mí el café me quita el sueño.

Francisco de Sales

Deja una respuesta