Cuando me entierren
metan conmigo,
aunque sea imposible,
el cajón donde reposan mis buenos recuerdos,
los caminos que pisé,
los ecos de mis carcajadas
y el silencio de pésame o la algarabía de amor
que acompañaron a mis abrazos;
tiempo tendré para recorrerlos de nuevo,
para regocijarme,
para que se formen sonrisas
en mi boca cadavérica
y me alimente con esa sana nostalgia;
será mejor que aburrirme
en la incómoda postura inerte.
Cuando me entierren
hagan el favor de rezar,
por si eso sirve de algo,
y díganme -de corazón-
que valió la pena conocerme
y que alguna vez les contagié esperanza
con mi alegría,
mi ánimo,
o a través del ejemplo.
Y metan eso también en mi tumba.