“La soledad mala es un plato frío que nadie quiere en su mesa”.
A veces pienso este tipo de tonterías.
Vivo sola.
Sólo me acompaña un alargado silencio,
silencio que antes no existía;
cuando estaban mis cuatro hijos todo era alboroto,
peleas entre hermanos -mucho ruido y pocos trastazos-,
risas, llamadas desesperadas de “mamá, mamá”,
y yo era el árbitro que tenía que apaciguarlos.
¡Cómo y cuánto me gustaba verles corretear, jugar, reír,
o subirse al sofá aunque se lo tenía prohibido!
Ahora la casa sólo se llena de vacíos y de añoranzas,
de un silencio que no se acaba,
y de lágrimas fugaces que sin querer se me escapan.
Soy -y parezco- una triste viuda
con unos hijos mayores que ya tienen su propia casa
y tienen hijos correteando y alborotando
y también peleándose con cariño.
Y aquí estoy,
usando mis lágrimas de felicidad
porque pienso en lo que he creado
y me siento orgullosa
-otra lágrima…-
y me siento feliz
-otra más…-
aunque lo único que lo demuestra
sea una muy leve sonrisa empapada.