Ya son tantos

Cada día menos.

Menos de todo.

Menos vida o futuro,

menos salud o tiempo para proyectos.

Esto es irrevocable.

No me puedo defender de la muerte.

Cada día es una resta.

Cada día menos.

Apenas me queda

el derecho a un pataleo inútil,

a multitud de arrepentimientos,

y a una petición sin posibilidades

de volver a empezar de nuevo.

Mi cara ya no es la cara

que me abrió tantas puertas a la seducción,

mi cuerpo no siempre me sigue,

las arrugas me invaden

y el desánimo me ronda

volando por encima en círculos.

Todos me parecen más jóvenes que yo.

Parece que este cúmulo de años

me ha llegado de golpe:

sin avisar y a traición.

Estoy bien pero mi mente es imparable

y más aún los días en que me levanto

triste, desanimado, pensativo o lacrimoso.

Casi a diario.

Nunca pensé en llegar hasta esta edad,

solo quería seguir teniendo todas las ventajas

de los veinte, treinta o cuarenta.

Comprendo, con dolor y a desgana,

que me es imposible recuperar lo perdido;

las lágrimas están prestas

para decirlo mejor que yo.

Me tengo miedo.

A mí y a mis reproches.

Al dolor implacable de los arrepentimientos,

a que me traicione mi habitual calma,

a no poder consolar mis quejas.

Incluso escribir esto es vano:

a mí ya no me es útil;

tal vez sí al que venga detrás

creyendo en la eternidad,

confiado en su ignorancia,

iluso y sin saber que es iluso.

Me pido perdón.

No supe hacerlo mejor.

Derroché lo más valioso: la vida.

Me conformé con migajas

de felicidad, alegría, amistad,

sin sueños y momentos mágicos.

Ahora sé, con retraso,

cuánto vale un segundo de vida,

cómo abrazar y cuándo,

las palabras que tengo que censurar,

las cosas que enriquecen mi vida,

lo que haría de otro modo,

lo que no me callaría.

Esto es una reflexión tardía

mezclada con un reproche severo.

No quisiera que en mi juicio final

pesen más los desencantos,

las tristezas apaguen las alegrías,

haya más pesadillas que sueños

o que las lágrimas amargas

sean más que las de la felicidad.

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