Martina

Paciente:                                           Martina Valencia Corral

Natural de                                        Pozogordo

Fecha de nacimiento                          23 de Enero de 1934

Hija de                                              Isidro y Leandra

Edad                                                 68

Estado civil                                       soltera

Hijos                                                no

Antecedentes                                   sin antecedentes  

Doctor/Doctora                                Ana Luisa García Perea

La primera vez que vino Martina a la consulta le calculé setenta años de edad y doscientos de sufrimiento. No me equivoqué en mucho.

La acompañaban algunos familiares con la intención de que les emitiera un certificado de que estaba loca y había que ingresarla en el Manicomio Provincial.

Quien tenía más interés era su hermana Benita, que ponía un empeño en el que había mucho más que la necesidad de acallar su conciencia y preservar los apellidos que podrían estropearse con la deshonra de lo que sucedía, y es que, como más adelante descubrí, había una persecución especial contra ella desde poco después de que dejaran de ser niñas y ella supiera que su hermana estaba maldita con una enfermedad que Dios no perdona, como ella decía convencida.

En la primera entrevista insistió expresamente en acusarla de que su mal, como también lo denominaba, no era de nacimiento, sino que Martina se había preocupado de engordarlo en vez de curarlo, y mientras hablaba soltando bilis a través de su voz hombruna, Martina, imperturbable, impenetrable, callada, con la vista extraviada en uno de los diplomas de mi despacho, ni asentía ni se defendía.

Escuchaba a Benita, valorando la verdad que pudiera haber en aquella verborrea imparable, pero prestaba atención a Martina.

No pesaría más allá de los cuarenta o cuarenta y dos kilos, ni mediría más de metro y medio. Vestía íntegramente de ese luto que ya sólo usan unas pocas mujeres en algunos pueblos perdidos.

No pude averiguar el color de sus ojos, luego supe que eran muy negros, pero sí percibí el cansancio infinito, y la rendición de toda una vida, aunque entre tanta pesadumbre se notaba un leve brillo alimentado por las ganas de hacer justicia y contarle al mundo entero que su vida y sus circunstancias le habían condenado a ocultar un secreto que ahora quería hacer público.

Mientras, Benita repetía una y otra vez el mismo argumento, ya que interpretaba mi silencio como su victoria, como si me hubiera quedado sin palabras para rebatirla.

Cuando ya me cansé de escuchar la misma cháchara, y ya que veía que no aportaba nuevas informaciones que me ayudaran a descubrir algo distinto, le pedí que respondiera a unas preguntas innecesarias que le hice, y poco después le ordené que me dejara a solas con Martina.

Salió de mala gana porque quería enterarse de lo que habláramos, pero no cedí en su petición insistente de quedarse.

Martina, cuando vio que ya estábamos solas, me dijo que borrara todo lo que hubiera escrito de lo que había dicho su hermana porque todo era mentira.

Dijo que me contaría toda la verdad.

Le pedí permiso para grabar lo que contara y me lo concedió.

– Me llamo Martina Valencia Corral, para servir a Dios y a usted, como se decía cuando yo era chica, y quiero decirle una cosa muy gorda que me ha pasado de toda la vida, y como ya se lo he contado al cura, que es a quien yo creo que hay que contarle esta cosa que me ha pasado y me pasa, pero no me ha hecho caso, que sólo ha hecho que reñirme y llenarme de rosarios de penitencia, que bueno me ha salido ése al final, no me queda otra que decírselo a usted, por si me puede ayudar, porque yo no me quiero morirme sin decirlo de una vez, que yo ya he visto muchas cosas en la vida, y primero estaba predispuesta a no contarlo nunca, pero luego he pensado que para qué, que por qué no contarlo si es así y soy así, y ya que le he dado un mareo de vueltas en la cabeza, y me ha amargado la existencia, y me ha hecho pasar por muchos quebraderos, y no he podido hacer lo que yo hubiera querido en esta vida, como veo que se me acaban las ganas de seguir coleando, he tomado la decisión inquebrantable de morirme el día venticuatro de Enero, justo después de que cumpla los años, y no habrá quien me haga cambiar de idea: me dejaré morir pensando que soy una santa y que Dios me ha tomado esta prueba tan dura que he pasado para demostrar mi santidad, que yo llorar he llorado para llenar un pozo, pero nunca le he recriminado nada, bueno, igual cuando era joven, que una es más rebelde y entiende menos las cosas, pero luego, cuando me hice mayor, ya vi que todas las santas tenían que sufrir tentaciones y martirios y yo bien que las he tenido, a porradas y a raudales, pero he aguantado hasta ahora, quieta, sin decir esta boca es mía, comiéndome los deseos cuando me venían, rezando día y noche, y noche y día, rechazando los embaucamientos del demonio aunque me costara la calma y la salud, pero resistiendo la tentación. ¿Me sigue usted señorita?

– Tengo muchas dudas, pero continúe a su modo por favor.

– Después vinieron las recriminaciones de mi hermana Benita a la que le participé algunas confidencias, que para eso están las hermanas, vamos, digo yo, y además yo se lo conté porque quería saber si a ella le pasaba lo mismo que a mí o si yo era un bicho raro, y cuando se lo conté ella se puso loca y me dijo que yo estaba endiablada, y que no le contara nunca a nadie esa mentecatada que tenía en la cabeza y que me dejara cortejar por un mozo y tuviera muchos hijos y se me borraría ese problema de la sesera. ¿qué le parece a usted?

– Todavía no me ha dicho qué es lo que usted llama problema.

– Es que de siempre me han gustado las mujeres.

Desde que oí su confesión hasta que le pude decir algo pasó el segundo más largo de mi vida. Sabía que si me quedaba desconcertada le haría más duro el trance, así que tenía que mostrar naturalidad, pero entonces llevaba poco tiempo como psiquiatra y me costó recomponer la figura y volver a invitarla a que siguiera hablando.

– Recuerdo que cuando me hice mujer, con gran alboroto para mi madre porque por aquel entonces yo no tenía más que once años y me tuvo que explicar lo de eso que ya sabe usted porque también le pasa, pues al mismo tiempo me empezó a asomar alguna idea de lo de los hombres y las cosas que les hacen a las mujeres, para precaverme, que mi madre se hubiera muerto antes de tiempo si le llego a casa con una barriga así de gorda, yo recuerdo que cuando me contó lo de eso que te meten me pareció que eso sí que era un martirio bien gordo, y no sé si del miedo que cogí por cómo me lo contó ella me nació lo que me nació contra los hombres, o si ya era algo que yo llevaba de los genes, pero entonces me empecé a fijar mucho en las chicas, las miraba con cariño, con los ojos muy abiertos y un baile de mariposas en las tripas, no sé si usted entiende lo que le quiero decir, pero es que veía una chica, y como si viera una Virgen, pero con otras intenciones por mi parte, aunque tampoco sabía yo muy claramente cuáles eran mis intenciones, pero sé que quería estar con ellas, verlas desnudas, tocarlas con caricias, así que en cuanto surgía la oportunidad de irnos a bañarnos desnudas a la acequia, yo la primera, y si decíamos de ir a dormir a casa de la prima, yo la primera, y si hacíamos el concurso de ver quién tenía ya más pelitos, yo la primera, recuerdo que yo me lo pasaba más mal que bien porque no terminaba de entender los arrebatos que tenía por dentro y, sobre todo, tenía que tener cuidado para que no se me descubriera, porque la Benita me había dicho que eso era de lo malo lo peor y que era más prudente que nadie lo supiera porque empezarían a hablar de mí y no pararían, y si llegaba a oídos del cura, que para mí era una mezcla de Dios y el diablo, de lo que le quería y le temía, que me iba a excomulgar me decía la Benita, y de sobras sabía que esa era la peor amenaza para mí, así que rezaba para dentro mientras disfrutaba viéndolas desnudas, con mi corazón dividido entre el gusto y el pecado, pero aparentemente como si no pasara nada. Ya cuando fui más mayor, ¿quiere que le cuente qué me pasó cuando fui mayor?, pues se lo cuento porque esto que le he relatado fue de los doce a los dieciocho años, que con dieciocho pocos mi madre me mandó a la capital a servir, a casa de unos señores que eran del mismo pueblo que nosotros pero que se habían emigrado y él había ganado mucho dinero porque era un lince para eso de las trampas y los trapicheos, y eso que no me acuerdo cómo se llama de dar dinero a escondidas para que le dieran provechos y negocios de chanchullos, pero en aquellos tiempos que usted no ha conocido, hija mía, había que buscarse las habichuelas como fuera y hasta eso estaba medio bien visto, y yo con ellos no me faltó de nada, que fui una más de la familia y una hermana para su hija Pilarín, que a veces hasta me llevaban al teatro, no crea usted, que yo he visto muchas cosas y he estado en muchos sitios, pero eso no le viene al caso, que la cosa es que yo tenía mi habitación propia, pequeña y modosita, pero muchas de las noches, cuando ya ellos estaban dormidos yo me iba a la cama de Pilarín, o ella se venía a la mía, y hablábamos durante media noche aunque pareciera que ya nos lo habíamos dicho todo durante el día, pero hablábamos hasta caer reventadas de sueño y en esas noches pasaba de todo, que no sé si contárselo o si usted ya se hace una idea, pero empezábamos jugando a que cuánto frío tengo caliénteme usted, y entonces nos abrazábamos y yo me azoraba entera de la excitación que tenía y no podía compartir, y otras noches más aventureras jugábamos a que yo era su marido, porque ella era normal y no como yo, y ella se desnudaba y quería que yo la besara, pero como ya le digo para ella no era más que un juego de esa edad; tenía catorce años pero era muy provocadora y aunque me dé apuro decirlo ella fue la que me enseñó a hacérselo una sola, ya sabe usted lo que digo… ¿que cuánto duró?, pues hasta que nos pillaron una noche, que era lo que tenía que pasar antes o después, porque no sabe usted el ruido de las risas, y una noche que el señor no podía dormir por la escandalera y vino a regañarnos nos encontró desnudas y ahí fue cuando me echó. Le mandó una carta a mi madre explicándole todo, o sea que se puede imaginar lo que pasó cuando volví al pueblo y mi madre me pidió esclarecer si era verdad lo que decía la carta; yo creo que mi madre, con lo que me quería la pobre, hasta hubiera sido capaz de comprenderlo, pero la Benita le metió veneno y volvió otra vez con lo de que estoy endiablada y que lo mío es porque quiero, que si yo no quisiera sería normal como las demás y tendría dos o tres chiquillos y menos bollos en la cabeza, fíjese usted lo que es eso, que bastante es lo que una se cuece por dentro como para que encima venga alguien con más inquisición a malmeter, así que mi madre me recluyó en la casa y no me dejaba salir ni diarios ni festivos, ni a recados ni al médico, dijo que así se me pasaría, y sólo se me pasaron los años, que así estuve hasta que cumplí los veintinueve años de dolor de vida. En aquel entonces llegó al pueblo una joven que venía desterrada de la capital porque, según comentaban las malas lenguas, tenía el mismo gusto que yo por las mujeres, y su padre, boticario, la había mandado a casa de unos tíos para ver si el campo y la vida sana le apagaban los fuegos, y con la orden expresa de que la vigilaran continuamente, así que cada vez que salía a la calle, para lo que fuera, llevaba a su tía de sombra y no la dejaban ni siquiera que se parara a hablar con otras chicas, que ya es mala voluntad, ¿sabe usted lo que hice? pues por si acaso, que yo no sabía si eran sólo habladurías, le hice llegar una carta a través de la Benita con la artimaña de decirle que me la había entregado en secreto, para la muchacha, Juan, el que nos traía el pan, que estaba medio enamoradizo de ella pero no se atrevía a hablárselo a la cara, y que nunca le mentara a Juan este asunto, por favor, que le daba mucho apuro, se lo dije así para que no me descubriera el pastel, fíjese lo que tiene que ingeniar una, pues en la carta le decía que me perdonara el atrevimiento y la presunción, por si estaba equivocada, pero que si a ella le gustaban las mujeres a mí también, y además le puse al día de por qué no podía salir, que me tenían retenida, y cómo le había embaucado a mi hermana con lo de Juan para poder hacerle llegar la carta, y que no desvelara el secreto y siguiera la corriente, y le entregara en un sobre su respuesta para que me lo entregara a mí para que yo se lo entregara a Juan, qué lío de palabras, y de ese modo nos sentimos menos aisladas y más acompañadas en lo nuestro, y así estuvimos con el correo hasta que no pudimos más de deseos de conocernos, y preparamos un encuentro una noche, al son de las doce campanadas, en la parte de atrás de la iglesia; yo me salté la ventana, que no tenía ningún misterio para mí, y ella salió por la puerta sin hacer ruido, y nos encontramos, más nerviosas que los flanes y locas por tenernos en los brazos, tal como sucedió, que fuimos derechas a los besos porque todas las palabras nos las habíamos dicho en las cartas, y si me pongo nerviosa ahora al recordarlo es porque para mí esa fue la primera vez que estaba con una mujer por amor. No podía remitir los latidos del corazón, ella y yo solas, los besos, las caricias, discretas porque estábamos detrás de la iglesia y eso impone mucho, y además queríamos que nuestra primera vez, de ya sabe usted qué, fuera en un sitio bonito, y allí mismo planeamos fugarnos, escaparnos lo más lejos posible a un sitio donde nos dejaran vivir juntas y en paz, y en eso estuvimos hasta la amanecida en que nos retiramos con pena y dolor cada una a nuestra casa, y ese mismo día, que yo no sé si es mala suerte la mía o son los designios de Dios, fíjese usted lo que son las cosas, apareció su padre con un coche, como si se barruntara algo, y se la llevó a un convento, de enclaustrada o de reclusa, o como se diga, y nunca llegué a saber más de ella, así que volví a mi depresión, como se dice ahora, y en esas estuve, sin volver a salir a la calle hasta que murió mi madre, que por aquel entonces yo tenía cincuenta y dos años recién cumplidos, y tuve que salir para enterrarla, enterrar a esa santa, que era la mujer más buena del mundo salvo por la obstinación esa que tuvo de no dejarme salir, que espero que Dios ya se lo haya perdonado, y mire usted si nos pasamos horas y días allí recluidas, y tuvimos tiempo de ver las cosas por arriba y por abajo, y hablar hasta gastar las palabras de tanto usarlas, pero de esto mío nunca más se volvió a hablar, como si fuera un sacrilegio sacar el tema; cada vez que yo quería hacerla entrar en razón ella se ponía rígida y había que dejarlo, y aunque en alguna ocasión le dije que tenía que comprenderme, y le amenacé con matarme, que varias veces me puse un cuchillo en el cuello y apretaba como si fuera a cortármelo, y una de las veces hasta me hice sangrar, pero ella no se conmovía, ni las pestañas se le movían, así que menos todavía salir corriendo a abrazarme y a disuadirme porque ella sabía que soy una cobarde, poca cosa, tan poca cosa como es mi cuerpo por fuera así soy por dentro, pero le voy a hacer un desahogo y es que yo me he mermado mucho de los disgustos, porque de joven tenía unas buenas tetas y un buen cuerpo, que por lo menos medía una cuarta más que ahora, y no le exagero, pero bueno, que no he venido a hablar de eso, ya ve usted que si me dan carrete no hay quien me pare, he venido para que usted me diga cómo tengo que hacer para que todo el mundo se entere de lo mío, porque yo quiero salir a la calle con la cabeza bien alta y la conciencia limpia, que bastante me he callado y bastante me he reconcomido en silencio como para morirme así, tan ricamente para el resto de la gente, porque ahora se habla en los debates de la tele mucho y de todo, y con naturalidad, y sé que esto mío no es malo ni es pecado, así que no le haga usted caso a la Benita porque yo no estoy loca, ya ve que hablo consecuentemente y no he dicho nada como hablan los locos, que yo hablo como se habla en mi pueblo, que es como me han enseñado, pero con las ideas bien dichas, ¿no le parece?

Tardé en responder a su pregunta porque me sorprendió el silencio que apareció de golpe, y porque aún estaba en su historia, a la que me había trasladado sin que me diera cuenta atrapada por ese relato tan caótico como humano. Lejos de la atención que mi profesionalidad me exigía había sucumbido a la experiencia de una vida que había reducido a Martina a ese ser que tenía delante de mí.

Mi compasión antes que mi oficio.

Aún no sé si la ética de mi profesión tiene una excepción para un caso como este, o para una novata como era entonces; no sé si hay un perdón establecido para estos casos, pero quería más ser su amiga que su juez, y más darle un abrazo que una receta, y así lo hice, a contrapelo de las leyes, en contra de las normas, aunque técnicamente quizás la estropeara en vez de ayudarla, pero yo quería mostrarle mi empatía, consolarla en mis brazos, tratar de transmitirle la aceptación que la vida le debía, y lloré con ella en un abrazo de hermanas buenas, o en el abrazo de la hija que nunca tuvo, pero yo quería seguir abrazada a Martina, tan menuda, tan emocionada, a punto de llorar de nuevo dentro del único abrazo de los últimos años, desde que aquella monja involuntaria le fue robada.

Entonces se deshizo. Fue entonces cuando se dejó vencer por sus propias emociones retenidas, fue entonces cuando dio rienda suelta a las lágrimas de lujo que tenía reservadas por si llegaba el día que tuvieran que manifestar alegría en vez de la llantina habitual. Fue entonces cuando soltó sus manos, deshaciendo el nudo permanente de sus dedos, y estiró mucho sus brazos, desconcertada, con las ideas bailando, hasta pasarlos por mi espalda, y trató de hacer fuerza, de aferrarse a mí como a un milagro, y se dejó vencer, se dejó caer mansamente, me traspasó el peso de su pasado, las muchas incomprensiones, el mar de sus miedos, y la responsabilidad de su porvenir.

Así nos quedamos.

El tiempo, a veces, tiene la decencia de no entrometerse y descansa de su dictadura.

Cuando ya éramos una, y yo la comprendía en su espíritu, y tenía instalado dentro de mí todo lo que era y había sido ella, nos separamos dulcemente, me dio un beso como los que me daba mi abuela, me miró sonriendo, y se fue hacia la puerta. Cuando la abrió, antes de salir, se giró y me dijo con la mirada gracias, hija mía.

Vino más veces a la consulta, hasta que ambas sentimos que ya estaba preparada para llevar sola el resto de su vida.

Desistió de su idea de dejarse morir: tenía mucho por recuperar y se puso a ello.

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