Enrique

I

        Enrique era, en ese momento, el resultado de una decisión pendiente de tomar. Negaba la realidad para no tener que enfrentarse a ella.

        Se había acostumbrado a su malhumor permanente y a escuchar maldiciones que salían de su boca pero que nunca antes había escuchado. Durante esa época, ningún espejo podría decir que le vio sonreír.

        Evitaba contestar el teléfono. Descolgaba, por si era una urgencia, pero si el saludo no era angustioso o si no despertaba su curiosidad en los primeros segundos, colgaba de golpe.

        Sus amigos se acostumbraron a no pensar en él. Había prometido avisarles, si se moría, para informar del día y la hora del entierro.

        Entretenía los minutos largos, las horas que valían por mil, los varios siglos que duran algunos días, en comenzar montones de cosas que abandonaba rápidamente para comenzar y abandonar otras, queriendo evitar la pérdida de un tiempo que, en realidad, le sobraba.

        Se pintaba la mueca amarga al despertar y no la deshacía hasta quedarse dormido, y soñaba cosas hostiles para poder retomar el carácter de la vigilia.

        Pero así era él en esos días: protestón, quejicoso, insoportable… parecía hecho de una pasta que salió amarga y las circunstancias habían ranciado.

        Contrario a todo.

        Opuesto por principios.

        Refugiado en la autocompasión.

        Lloraba sin sentimientos ni lágrimas.

        Un día, el teléfono le dijo la verdad: “Cobarde”. Luego hubo un “clic”. Después, un pitido interminable.

        ¿Quién era el hijo de puta que le llamaba cobarde? ¡Desgraciado! ¿Cabrón! ¡Dímelo a la cara! ¡Tú sí que eres cobarde! ¿Por qué te escondes? ¡Da la cara, cabrón! ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

        La excitación le obligó a sentarse; la respiración agitada no detenía su marcha; el corazón le rompía el pecho cada vez que se llenaba, y los ojos veían borrones: veían nada.

        Buscó motivos para el adjetivo insultante: “cobarde”.

        Su memoria recorrió los caminos que había construido el pasado.

        Paró en cada curva, cada recta, cada minuto, cada palabra. Exploró todos los centímetros vividos, pero sin querer ver lo que le llenaba los ojos. Sin admitir que también son ciegos los que no quieren ver. Sin querer reconocer que era un mentiroso cínico que se había llegado a creer la excusa que gritó mil veces por minuto cuando ella le dejó.

        “Ella no ha existido, ¿quién es ella?, ¿qué es ella?, no conozco más compañía que mi sombra. Sólo he compartido mi vida conmigo, y mi cama, con el sueño. Nunca he pronunciado “te amo”. Jamás he planeado un futuro con una mujer. ¿Laura? No he pronunciado nunca ese nombre. ¿Mi esposa? Yo no tengo esposa… ni tuve… ni tendré…”

        Y a veces salía victorioso del trance engañando, brevemente, a los portales que no le conocían, o a las calles vacías que le contestaban con un eco ayudándole a mentir y mentirse. Buscaba como espectadores de su locura a los montones de basura, las silenciosas farolas, las mudas piedras, y los amaneceres le sorprendían tratando de convencer, aún, a las noches, que huían de él hartas del disco rayado en que se convertía, y hartas de su pesadez de vendedor de enciclopedias.

        Se escuchó la historia, oyéndola desde fuera, y por primera vez no la creyó.

        La sinceridad aprovechó el momento de duda para clavársele en la razón; entró a quemarropa en el corazón; conquistó todo el cerebro; hizo prisioneras a las mentiras que vivían mimadas. Le acorraló contra el sillón. Le clavó al presente. Le dio la serenidad que le debían los meses pasados, y cuando estuvo más tranquilo, le dijo: “hablemos de Laura”. 

II

        Laura fue, durante doce años, todo para él: cómplice, confesor, amante, esposa, la parte hermosa de la tormenta… y verdugo.

        Un día le cortó la alegría de un tajo y también se llevó por delante algunos cables que desde entonces alteraron a Enrique, haciéndole confundir la realidad y los sueños.

        Así que su porte se quedó esperándole en el despacho mientras él peleaba en su casa con las sombras, llenaba los vacíos y los olvidos con historias hechas a medida, y se humillaba inconscientemente en un mundo de gente débil, donde no cabía pero entraba.

        Esos días indefinidos se llenaba su cuerpo de un espíritu malo que obligaba a sus pies a pisar caminos prohibidos por la conciencia, le despojaba de la corbata y la dignidad, le ponía unos pantalones sucios, una barba de varios días, una mirada ausente y un filtro en el cerebro que sólo dejaba pasar el deseo de alcohol.

        En los últimos meses, desde que Laura le dejó, había atravesado todas las etapas de la degradación y de la negación sistemática y obsesiva. No se atrevía a querer lo que había quedado del Enrique primero, el de esperas bajo la lluvia hasta que saliera ella de la oficina, sonrisas de a diario, sorpresas continuas, y futuro compartido.

Pero una palabra estaba consiguiendo reconstruir los pedazos de quien había sido destrozado por el cobarde que le había derrocado. La maquinita de crear valor empezó a funcionar como en los mejores tiempos. El espejo se atrevió a reflejarle tal como era.

Una foto suya, que había huido de una posible rotura en un día de desasosiego, y que se refugió en lo más hondo de un cajón que nunca se abría, salió en vista del cambio que se adivinaba, y se le presentó entera y brillante, con la imagen grabada en su piel del hombre que había sido capaz de inventar un futuro muy alto y subirse a él. Allí estaba, en blanco y negro: sonrisa blanca y pelo negro; mirada blanca y traje negro; pasado blanco y futuro negro. Esa imagen de sonriente triunfador se le clavó en la vista. La miró hasta que las lágrimas se lo impidieron. Quizás fue el dolor de grabársela a fuego lento; quizás la expresión del reconocimiento de tantas cosas que no vio mientras estuvo ciego; quizás fue la rotura del dique lleno que almacenaba las lágrimas que no habían encontrado el camino de su fuga.

Se rindió al hombre nuevo. Se juró una vida distinta y un respeto imperecedero.

Rompió el último pasado pasado para que el libro de su vida no supiera de ese tiempo que vivió otro que se metió en su pellejo.

III

Se paseó por la sala con el teléfono, marcando mil números y diciendo siempre lo mismo: “Enrique ha muerto”.

El duelo se celebró en la intimidad de una fiesta por el renacimiento. Enterraron ese tiempo en una tarta blanca y se la comieron. Allí mismo cortaron la cinta que inauguraba el futuro.

Enrique predicó que no son malos los malos momentos: son distintos, duran poco, y se los lleva el tiempo.Abrazó a sus amigos, y a aquel que le había llamado cobarde, le dijo “te quiero”.

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