Inexperto en llantos

Aquel hombre no sabía llorar.

Lo había intentado, con poca fe,

y no había conseguido,

a pesar del gran esfuerzo,

nada más que una llovizna tenue

de lagrimitas niñas.

Insistió.

Recurrió a los momentos más dolientes

de su infancia pobre:

sólo consiguió un lamento calmado,

comprensivo y razonable en exceso,

y ninguna lágrima.

Recorrió su juventud,

pero ni siquiera la pérdida del primer amor eterno

consiguió que se cumpliera el propósito.

A punto de ser adulto,

una sensación de que perdía el tiempo

y desperdiciaba la vida

creyó encontrar la llaga en la que hurgar,

el grifo del llanto,

pero sólo consiguió un estremecimiento leve,

y llenarse de buena voluntad

para remediar el desperfecto.

Tuvieron que llegar los días últimos,

su invalidez irremediable,

los temblores de las manos,

la ausencia de los seres queridos,

y la llegada del final,

para que unas lágrimas,

a punto de morir de desesperación,

pudieran estrenar el lacrimal,

lanzarse por las mejillas inmaculadas,

y ahogarle en la desesperación

de los llantos bien llorados.

Francisco de Sales

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