El rito es implacable: cada martes, aunque sea trece o festivo, se reúnen en su casa varias amigas a coquetear con el azar en largas partidas de cartas.
Ella, Luisa, hace tiempo que se dejó vencer por lo cotidiano, y se dejó arrebatar los sueños que antes rozaba con la mano, y permitió que la ilusión se volatilizara de un día para otro, o un día tras otro.
Se rindió demasiado pronto. Aguantó en la creencia del amor el breve espacio de tiempo que necesitó para darse cuenta de que su marido se había casado con ella para tener los asuntos domésticos y sexuales resueltos, y que ella se había casado con él para ingresar en el restringido mundo de las mujeres matrimoniadas. Mal-trimoniadas, dijo su ironía cuando tomó posesión de un puesto privilegiado en la vida de Luisa y se hizo indispensable para que ella no muriese de vergüenza. Su matrimonio fue una capitulación barata al destino.
Almudena comparte la misma desazón diaria y las mismas mínimas alegrías que le vienen de otra tarta de queso que le quedó bien o de saber que el fin de semana no lloverá.
Concepción, para más redundancia, es lo mismo pero con otras palabras.
Mar, es tan breve como su nombre.
Para este coro de amigas desencantadas la única nota festiva ocurre cada martes, a las cuatro, en casa de Luisa, cuando reúnen sus soledades en un fondo común insondable, los vacíos enmascarados, los fríos recalentados, y se ríen a plena desgana.
Si algún día, muy distinto de los demás, mágico por lo imposible, en una confidencia que siempre sería insólita, alguna de ellas dijera algo de lo que realmente siente, contaría que está muy lejos el día que le emigraron las mariposas del estómago, que hace mucho tiempo desde que las rodillas temblequearon emocionadas por última vez o que está muy distante el instante aciago en que la nada se asoció con ella. Y todo esto cada una podría firmarlo y afirmarlo.
Las conversaciones de esas tardes de martes, fuera del ámbito vulgar de baraja mejor las cartas, ¿es que acaso ha repartido la mano de un cerdo?, ¿no eres capaz de darme un as de oros aunque sea por una sola vez?, ¿por qué nunca consigo una tanda buena?, son diálogos que se mueren de aburrimiento; si no son acerca de las ofertas del supermercado se refieren al descaro de alguna conocida o desconocida y de sus líos de pantalones.
A lo más que llegan, con esfuerzo cretino, es a morirse de envidia por esa que rompe lo cotidiano en los brazos de un amante.
Su moral cristiana se consuela con el milagro forzoso de no ser unas pecadoras como ella.
Ninguna se atreve a pasear a la luz su deseo clandestino de cometer una locura, cualquiera, abrirse de piernas ante todos los hombres del mundo, escaparse a un país que tenga firmado un pacto con el sol, mandar a la mierda, en voz alta y con mayúsculas, a ese idiota que la condujo al matadero del altar, emborracharse de lágrimas felices, de esas que hacen cosquillas en el lagrimal, tirarse por un acantilado y volar con pasión por los siete cielos de los siete mares… todo se queda en el hermetismo de los secretos que no tienen quien les pueda recibir.
La amistad de esas amigas es nada más un nombre mal empleado.
Son un club de náufragas que dicen que se comprenden y se quieren. Mentira, ya que lo único que tienen en común es que desertaron de su vida y no han vuelto a ser readmitidas, así que utilizan el cuerpo para poca cosa y la mente la desgastan en engañarse.
Matan la tarde del martes de un modo más amable que los demás días. Hacen el remedo de un pacto indestructible entre ellas que afirman que son hermanas más que amigas, mentira, sólo por el hecho de que cuando están juntas las cuatro repiten la consigna colegial: todas una, todas mosqueteras, todas contra el destino, todas inseparables, amén, y piensan que esa frase las redime de su pena y las convierte en especiales.
Cada una encuentra en la tarde del martes ese oasis artificial, ese mal menor, esa tramoya mal repintada, y rellena su corazón con ese cariño de garrafón.
A eso de las ocho la prisa ingresa a un tiempo en las amigas y tienen que salir corriendo, Dios mío qué tarde es, tengo todo por hacer y dentro de nada llegará ese idiota.
Le llenan el aire de las mejillas de besos desganados, y poco después barre las risas falsas que yacen muertas en el suelo, pulveriza el spray de matar vacíos, con aroma a vida, como prometen en el anuncio, y conecta la televisión para seguir suicidándose poco a poco.