Él era tímido. Taciturno. Inseguro.
La mayoría del tiempo vivía en su mundo interior, en el que se encontraba casi a gusto sin relacionarse con las personas y los sentimientos.
Él era así. Lo asumía y lo aceptaba.
Había hecho intentos, poco firmes, de salir de su caparazón, pero las pocas veces que lo intentó tuvo experiencias desagradables, y se condenó y se confinó a ser un tipo raro, hermético, que llegaba puntual a su trabajo, realizaba con eficiencia todas las tareas que le encomendaban, y después volvía a su casa, conectaba el equipo de alta fidelidad en el que había invertido una gran cantidad de dinero, ponía un disco de música clásica, y cerraba los ojos mientras dirigía la orquesta.
Ella era tímida. Taciturna. Insegura.
Desde pequeña había sido retraída, exilada en un mundo imaginario en el que no existían los conflictos, ni la necesidad de confesar los sentimientos personales, ni de enseñar el muestrario de heridas del corazón. Ahí era donde vivía la mayor parte del tiempo.
Llegaba a su trabajo unos minutos antes del horario de apertura, ordenaba sus bolígrafos, alineaba la grapadora con el borde de la mesa, sacaba los sellos de goma, el tampón de tinta azul, y los clips, colocaba todo en un orden de revista militar, se ajustaba las gafas, y esperaba que el sonido del reloj indicara el momento de empezar a atender al público.
Lo mismo que había llegado se marchaba sin saludar a sus compañeros. Precisamente ese era uno de los motivos por los que había escogido trabajar en un organismo oficial, para poder pasar desapercibida.
Cuando llegaba a su casa daba la comida a la gata, ponía en la radio la emisora de música clásica, y se encerraba en la biblioteca hasta la hora de cenar.
Él la había observado el día en que ella se incorporó al trabajo, un doce de enero, y le había llamado la atención inmediatamente. Había sentido una impresión sorprendente, una atracción inexplicable, y el flechazo de sentirse atraído por el imán de su retraimiento, por su presencia discreta y rotunda, por sus maneras ajustadas y esa seriedad tan encantadora.
Se había permitido infringir sus propias reglas y fantasear con ella.
Había imaginado, cuando estaba en su casa, para no ser descubierto, que ella podría ser la mujer con quien compartir sus silencios y sus vacíos.
Investigó lo que pudo acerca de ella, con un cuidado exquisito para no dejar huellas que le delataran. Primero pensó en preguntarle al jefe de personal, pero eso le exponía a ser descubierto porque sería muy sospechoso que se interesara por ella; tendría que soportar la inquisición de por qué quería saber y podía acabar convirtiéndose en la comidilla de los corros, la diana de los cotilleos y el centro de toda perversa maldad, pero como sopesó que el riesgo era mucho y las probabilidades de éxito pocas, intentó otros caminos que le reportaron poca información.
Supo que se llamaba Encarnación, que tenía menos años de los que aparentaba, que vivía sola con su gata, y poco más.
Había pensado que sería bueno hacer acopio de valor y abordarla con cualquier excusa, para ver si ella era más audaz y comenzaban a hablar.
Ella sentía a menudo el impacto de una mirada en la nuca, pero cuando se daba la vuelta, quien fuera el mirón ya había tenido tiempo para aparentar que estaba trabajando. Le quedaban a la vista, en el enorme despacho abierto, más de diez sospechosos de haber estado observándola, pero ninguno aparentaba haberlo hecho y nadie se delataba como autor de la mirada.
A veces, cuando no había gente que atender, le daba tiempo a iniciar un pensamiento acerca del motivo de las miradas. Le preocupaba que fuera porque alguien se reía de ella a sus espaldas debido a su carácter reservado, a su naturaleza introvertida, por llegar y marcharse sin dar los buenos días ni despedirse, por su forma de vestir, quién sabe, la gente es tan mala y tan absurda en sus críticas, y tan poco respetuosa con los demás, que en cuanto una se sale de lo que les parece bien ya es rara y poco sociable.
A pesar de eso, no pensaba renunciar a su forma de ser, y no estaba dispuesta a venderse acudiendo a las reuniones frívolas en las que se hablaba de la prensa rosa, la prensa amarilla, la prensa marrón, las idioteces contundentes, las cosas banales e innecesarias, los chismes secretos de dominio público…
Él se pasaba mucho tiempo mirándola desde su puesto de trabajo, observándola sin descanso, admirando su eficacia, su presencia, la gracilidad de sus gestos, el cuidado con que entintaba los sellos antes de estrellarlos contra los documentos y la rigurosidad al colocar las grapas en el sitio exacto.
Cuando ella se daba la vuelta, tenía que disimular urgentemente y aparentar una concentración en alguno de los expedientes que tenía que revisar; había estado a punto de ser descubierto en más de una ocasión.
Era consciente de su atolondramiento, de cómo se alelaba pensando en ella, mirándola en su quietud de estatua, unas veces, y otras admirando sus movimientos de ola.
Más de una vez se había visto a sí mismo levantarse de la silla, encaminarse hasta ella, agarrarla por la cintura, girarla y besarla sin mediar ruego ni advertencia, y había sentido en la magia de la imaginación cómo ella le devolvía el beso, los besos… y en ese momento había salido de la fantasía y se había encontrado con la dura realidad de seguir clavado en su silla y sin atreverse a hacer lo que quería hacer.
Ella había elucubrado insistentemente sobre quién podría ser el autor misterioso de esas miradas que ya sabía eran ciertas.
Descartó inmediatamente al más jovencito, por ser jovencito; al señor de la barriga prominente, porque se pasaba la mitad de la mañana llamando a su esposa y se le caía la baba cuando hablaba con ella; al que llamaban Balón, porque estaba segura que no le interesaba otra cosa que no fuera el fútbol; al homosexual declarado, por lógica… a los demás no sabía cómo ni dónde clasificarles.
Antonio era uno de los principales sospechosos. Tremendamente tímido, como ella, podía ser quien le dirigía esas contemplaciones continuas en las que quizás incluía un mensaje silencioso que no sería capaz de decirle nunca de viva voz, según supuso acertadamente, pero no estaba segura de que fuera el remitente del examen visual.
Se había fijado en él el primer día que se incorporó al trabajo. En todas las mesas había un alboroto más o menos estruendoso, un caos de papeles, voces airadas al teléfono, ceniceros rebosantes de cigarrillos muertos… menos en la suya. Eso le llamó la atención.
Después comprobó que llegaba puntualmente a su trabajo, y sin dar los buenos días se aplicaba en sus tareas, pasando desapercibido, y al final de la jornada se marchaba sin despedirse, dejando el mismo vacío que cuando estaba.
Si alguna vez él la había sorprendido mientras le miraba, no había reflejado en su rostro anodino ninguna señal que confesara un sentimiento, ni una sonrisa cordial, ni siquiera un reflejo desleído que hablara de emociones, sino que había contestado a su mirada con un leve gesto de cabeza, respetuoso pero vacuo.
Él, en el refugio de su casa, había trazado planes imposibles relacionados con armarse de valor y arrojo y atreverse a pronunciar unas palabras; acercarse a ella, intentar una sonrisa, decir cualquiera de las frases que podían ser el preámbulo de una conversación, y… y ver qué pasaba después. Pero, inmediatamente, el temor a que ella no le respondiera del modo esperado, y el terror a que el discurso se esfumara en ese momento, y el pánico irreductible a que los demás compañeros de trabajo se lo tomaran a chanza, y el pavor profundo a que ella se riera de él dejándole en una irreparable evidencia… le abortaban la iniciativa y le recluían en el mismo silencio de siempre.
Además, se decía para convencerse de que no debía intentarlo, ¿de qué iba a hablar?… hablar del tiempo daría una imagen de ser poco inteligente; hablar del trabajo era también un inicio de conversación pobre y demasiado recurrente, lo que daba una imagen de vulgar; decirle algo relacionado con ella o con él estaba descartado porque eran cosas demasiado íntimas para abordarlas en una primera conversación… mejor no decir nada, concluía.
Ella deseaba, en lo más secreto, que él se atreviera a dar el primer paso, porque sentía un gran interés por conocerle, por saber si era, tal y como ella imaginaba, el hombre perfecto con el que repartir su moderación, con el que poder callar cuando apeteciera callar sin tener que dar explicaciones, con el que compartir su mundo…
Si sentía el arrastrar de una silla porque alguien se levantaba, se emocionaba con la ilusión de que fuera él dirigiéndose hacia ella para besarla sin mediar palabra, como había soñado en tantas ocasiones, pero nunca sucedía, y cada una de las veces se quedaba con el sueño incumplido.
Él, sin quererlo, propiciando una casualidad que no estaba escrita en el destino, hizo que coincidieran al llegar al ascensor. Sonriendo con una mueca milimétrica, le cedió el paso.
Ella, con una réplica exacta de su sonrisa, le contestó.
Nunca habían estado tan cerca.
Ella aspiró más aire del necesario para ver si podía atrapar una gota de su aroma.
Él quiso encontrar el sonido de los latidos del corazón femenino.
Ella rogó que él se atreviera.
Él no encontró la primera palabra.
Llegaron a la planta baja.
Volvió a cederle el paso.
De entre los pensamientos que había tenido y retenido quizás se le escapó alguno, porque ella encontró un motivo para dirigirse a él.
– Perdón, ¿me ha dicho usted algo?
– No –mintió.